He salido del cine sin palabras varias veces; normalmente, debido a dos razones: que la emoción me domine y se me atraganten las palabras en la garganta -la última culpable fue Boyhood- o, por otra parte, que haya tanto que debatir, alabar y criticar que no sepa ni por donde empezar, caso de Birdman.
Si no has visto los carteles en las marquesinas, al menos habrás visto el trailer. Por si, como es mi caso, ni con esas te has aclarado sobre lo que trata la función. Michael Keaton es un actor en decadencia, alguien el mundo real trata como a su personaje más famoso después de veinte años del estreno de Birdman 3, exceptuando a su hija, su mujer, sus contratados y los críticos del Times, conscientes de su ego y su ya lejano pasajero momento de gloria. Dirigiendo y protagonizando su propia obra de teatro, busca recuperar prestigio y, sobre todo, un fin.
La magia del cine se siente cuando actores motivados, virtuosismo del director, sobresaliente guión y talento del equipo técnico bailan el mismo rock ‘n’ roll. No hablo de película perfecta, sino de disfrute en una butaca, con pantalla grande, diálogos rompedores y sucesos que no toman por tonto al espectador, personajes con alma e historia que transmite a diferentes niveles.
Keaton, que arranca la película tan desubicado como su personaje, se envalentona al poco rato y se pone a la altura de un Edward Norton desatado, una muy sugerente Emma Stone y una Naomi Watts que, como es habitual, hace que el papel parezca escrito para ella. Todo un resurgimiento del primero, y gran y exitoso compromiso del resto.
La técnica de Iñárritu, quien emula al mismísimo autor de Rope disimulando los cortes de un plano secuencia que se extiende a lo largo de toda la película -con ayuda digital, bella, pero digital-, atravesando pasillos y rodeando irónicamente a los protagonistas, que parece irritarles hasta que revientan.
Un trabajado guión que, de histriónico y veloz, no da tregua, ironizando sobre crítica, teatro, cine, superheroes, egos y la gilipollez de algunas estrellas que la fama riega a mares. Pasa por encima de mucho, pero lo hace sugerente contundentemente, a pisotones que dejan huella.
Y una estilización colorida, lujosamente iluminada, artificial pero divertida, fácil de apreciar por el gran público, agradable, sin caer en lo cargante. Vestuario, decoración, humo y hasta las pelucas, todo queda bien, disfrutable.
Puede que los primeros tres cuartos de película barran el tramo final. No sé si porque, simplemente, es inferior, o es que el espectáculo ya nos ha machacado lo suficiente como para que el impacto disminuya, pero me inclino más hacia lo primero. El epílogo me sobra, y el ritmo parece disminuir. La intensidad dramática, no. También queda un tanto perdido el personaje de Norton, tan divertido y tan rápidamente desenfocado. ¿Una prueba de lo fugaz que es la fama? Ni zorra: «ni soy actor, ni soy celebritie».
Si algo había concluido al término de la cinta es que «debería meterme esta crítica por mi arrugado y estrecho culo», pero no iba a dormir bien si no la recomendaba desde esta humilde casa. Es imprescindible.
Ah, por si aún hace falta decirlo, hay que verla en versión original.
Más bien normalita, los actores fenomenal pero como película un brindis al sol. El final ¿es un homenaje a «Toby, el niño con alas» de Lolo García?