Teníamos ilusión por ver sobre el escenario a la joven banda que comanda Virgil McMahon, el portento de la guitarra, una promesa en plena ascensión. De paso, abrían Vucaque, una banda de espíritu mitad 60’s, mitad 70’s, pero la asistencia fue escasa. Los que allí nos presentamos, dejamos de lado que fuese jueves, olvidamos el madrugón del día siguiente y ni le dimos vueltas al evidente nulo interés del público por las bandas emergentes. El rock tiró de nosotros.
Para que un concierto de rock se califique de espléndido se han de dar demasiadas circunstancias, de entre las que una propicia comunión entre público y músicos es esencial. Vucaque animaron a los presentes con canciones que encajan en el revival vintage que arrastra indiferentemente a rockers y hipsters. Y no estuvieron mal, aun con sonido un tanto mejorable y un solvente pero accidentado guitarrista. Cayeron, entre algunos temas propios, un trozo de «Dazed And Confused» y algún que otro clásico que me hizo brotar energía cual café de madrugador. Mucho jamming y muchas ganas, con carencias escénicas que, de seguro, suplirán a base de ensayos y consiguientes shows. Bien.
A Virgil And The Accelerators creo que, aparte de innegables momentos de brillantez, la mayoría los vimos un tanto cohibidos. La solvencia de McMahon en su instrumento es incontestable, y la banda en sí, sonaba estupenda cuando se centraba en tocar canciones con energía y entrega, que es lo que esperamos de un grupo de rock: que toquen himnos, que ensordezcan con riffes que crujan esqueletos. Pero aquello ocurría durante la mitad del tiempo, pues durante muchos minutos, monótonas exhibiciones de digitación se ocupaban de cortar la posible conexión entre los partícipes de la cita. Seguro que hicieron las delicias de guitarristas curiosos, pero a algunos se nos hicieron largos.
Era fácil disfrutar de algunos de sus mejores temas como «Blow To The Head» o «Low Down & Dirty», siempre y cuando Virgil mantuviese los dedos centrados en los riffes y no en eternas escalas, pues como digo, la banda sonaba compacta y el sonido no era malo. Sin embargo, intuyo que el escaso público les restó motivación. Un servidor lo concibió como ocasión perfecta para un «sois pocos, pero lo vamos a partir y lo vais a flipar», pero no llegó a tanto. El ambiente se enfriaba por momentos para recalentarse a los pocos minutos, un sube y baja que se disfrutaba, y bien, en los momentos más puramente rockeros.
En la hora y media de concierto no debieron tocar más de doce temas. Sabiendo que los originales tienen una duración media de cinco o seis minutos, los minutos de improvisación se cuentan por decenas, y no es lo que uno espera de una banda de veinteañeros rebosantes de ansias que quemar. Apuntan maneras: dos discos en su haber con los suficientes temas para conformar un setlist potente, juventud y un guitarrista de talento natural, de los que no fallan una nota y, cuando no se va por las ramas, emociona. Les falta algo más de rodaje y buscar con más ahínco la indispensable conexión con el público. Démosles tiempo.
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