La palabra fan viene de fanático que según su definición es: ”El que defiende una creencia o una opinión con pasión exagerada y sin respetar las creencias y opiniones de los demás.” Y John Lennon dixit justo antes de tocar una canción: «Por favor, en este tema quiero que todos participen. Los que están sentados en los asientos más baratos, aplaudan; el resto, basta con que sacudan sus joyas».
La visita de The Rolling Stones me hizo salir de mi cueva personal, para volver a codearme con los amantes de la música, y fue un placer volver a ver tanta gente unida por la misma pasión. Pasión una palabra que prefiero a la de fan, es algo más del corazón que de la locura desmesurada.
Hace ya algunos años que noto una cierta egomanía ya existente pero más aparente y revitalizada por el nacimiento de esa arma de doble filo que son las redes sociales. El haber estado codo a codo con “fans” de diferentes etnias, nivel adquisitivo, etc, me ha resultado muy agradable e instructivo. Pero me he percatado de cómo ha saltado también a la calle ese concurso al que muchos sin darse cuenta juegan: el ver “quien la tiene más grande” como unos adolescentes con acné, el “yo, más”…
Tuve la oportunidad de hablar en el hotel Palace con algunos seguidores extranjeros venidos de Francia, Polonia, Estados Unidos, etc, donde se habían reunidos todos en torno a Matt Lee, un ávido coleccionista de recuerdos de los Rolling Stones, descrito por la revista AnOther como «el coleccionista número uno del mundo». ¡Es curioso que haya un ranking de coleccionista! ¿Existirá un concurso para ello? Y ¿un coleccionista es un fan? Muchas preguntas se me pasan por la cabeza.
En la exhibición de los Rolling Stones en la Galería Saatchi de Londres, la banda tomó prestados varios artículos de la colección de Matt para llenar sus vacíos. Los ha visto tocar en vivo más de 150 veces y ha aparecido en radio, prensa y televisión en su calidad de “mayor seguidor de los Stones de todos los tiempos” ¿por qué es el mayor seguidor de los Stones? ¿Por la cantidad de veces que los ha visto? ¿Por la cantidad de cachivaches que se ha podido permitir adquirir? No son reproches, solo preguntas que me hago y os hago, puede que con algo de celos.
Allí había “millonarios” y otros, no tantos, pero con un poder adquisitivo más elevado que la media, estaban hablando conmigo sobre las veces que los habían visto, de los discos que tenían, de los autógrafos, hablaban y hablaban sin darse cuenta que solo hablaban de ellos, ni tan si quiera de los Stones. Aunque sí se palpaba su emoción, pero era algo como un concurso de quién era el que había logrado la hazaña más difícil.
Dos de ellos hasta presumían de haber venido sin entrada pero que no habría problema, comprarían una de reventa, o ya alguien les dejaría entrar. Habían salido en el vídeo del concierto de la Habana, recorrido todo el “No Filter” tour, etc… Uno de ellos, del que guardaré en secreto su nombre, me reconocía que el dinero no era problema para él y que seguir a los Stones era un Hobbie como otro. Otros se pasaban el tiempo alabando a un coleccionista como si fuese un artista, admirando cómo había conseguido todos esos objetos a golpe de cheque, buscados por Ebay, o subastas, sin verdaderamente rebuscar en rastros o desvanes.
Me pareció tan enriquecedor como interesante este ejercicio, pero rápidamente se hizo cansino. Además, cómo podía competir yo, con unos tíos que cuando les decía que yo tenía singles de los Stones del Congo o el “Let I Bleed” firmado por Charlie Watts, me soltaban que ellos tenían 10 discos firmados por la banda, o esto, o lo otro.
Más tarde, delante del hotel donde se hospedaban sus majestades satánicas, como les gusta llamarlos a algunos, allí había un reducido núcleo de seguidores. Mucho más modestos todos ellos, un señor de la misma edad de Keith y que desprendía tanta modestia como simpatía que solo me habló de cuánto amaba a los Stones y de que quería hacerse una foto con nosotros. ¿Sería aquel el mayor fan? También había un chaval discreto y callado, sevillano, que había venido en bus y dormiría en la estación tras el bolo esperando el autobús de vuelta a su pueblo de los alrededores de la capital andaluza. Me recordó a mi cuando en 1982, el año del Naranjito, me fui solo a ver a mis adorados Rolling Stones. Aquel chaval miraba la puerta del Hotel Villa Magna como un niño un pastel en una vitrina, esperando que saliera uno de nuestros héroes que bien podrían ser su abuelo. Tras una larga media hora nos fuimos ya que se veía que nuestro objetivo de poder por lo menos tener un saludo de alguno sería cosa imposible.
Por la noche nos topamos con aquel chaval en la cola, solo, queriendo compartir su felicidad con nosotros, e ilusionado de poder comprarse una pulsera de plástico de los Stones de 8 euros, el artículo más barato y accesible para sus bolsillos.
Estuvimos charlando con él hasta que tuvo que dejarnos para subir a lo más alto del Wanda Metropolitano y así poder presenciar el bolo de sus ídolos. Emocionado, sudoroso, cansado de haber recorrido medio Madrid para hacer tiempo, pero en definitiva feliz de poder tocar el cielo y ver a sus amados Stones.
Esta inmensa brecha siempre ha existido en la vida, en todo, no es nada nuevo. Palpar tan de cerca el mismo día en un concierto esa diferencia me hizo reflexionar mucho.
¿Quién era más fan de los Stones en ese momento? El del pase VIP que se lo había regalado para su cumpleaños, ¿el que tenía un montón de autógrafos?, ¿el que había recorrido medio mundo para verlos? o ¿el chaval de campo sin dinero?
Aún recuerdo mi primer concierto en el Calderón en 1982, donde todos éramos iguales, era el que más corría, el que se ponía delante, y allí estuve yo, con aquellos globos que me caían sobre la cabeza. También con aquella camiseta de la gira “American Tour 1969” que un amigo de mi madre me trajo de los Estados Unidos y que, por razones muy largas de explicar ahora mismo, está en posesión de un famoso “crítico” musical español.
Conozco a un zumbado sueco que tiene más de 3000 vinilos de los Stones y jamás ha visto en directo a la banda inglesa, ni comprado uno de esos discos por más de 5 euros. También conozco a un controlador de zona azul que ha visto a los Stones 80 veces y no tiene ni un disco de ellos.
Todos ellos son fans, como he dicho en mi crónica del concierto, todos fueron gente maja y con la que fue un placer hablar.
Pero aquel chaval, para mí, se ganó esa “supuesta” competición de ser el más fanático del grupo. Una competición en la que los participantes a veces competimos sin darnos cuenta de que estamos compitiendo. Hasta yo mismo caigo muchas veces en esa trampa del, ¡yo tengo esto y he estado con este!
Sí, es pasión, pero hay que tener cierto cuidado. La industria ha dejado que el rock se convierta en algo elitista; desde esas cajas de reediciones a precios prohibitivos que dejan a más de uno soñando con poseerlas, a esa manera de ir separando al público según su poder adquisitivo. Repito, siempre fue así en todo, pero en el rock and roll, me duele más. Y no es culpa de los grupos, ni de los que se lo pueden permitir, si no de la maquinaria en la que se ha convertido el escuchar R’n’R. Llegando a extremos tan ridículos como los Meet and Greet de Kiss, que te cobran 750 dólares por hacerte una foto con la banda ¡tras una barrera de vidrio!
Qué lejos estamos del espíritu del rock and roll, de la gente corriendo para coger mejor sitio, o de esperar la salida del nuevo trabajo de tu grupo favorito sin tener que estar reflexionando sobre con qué edición te vas a poder permitir cobrar.
Menos mal que la música es eterna e inalterable y ella, cuando suena, suena igual para todos y en definitiva todos somos fans.
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