De alguna manera, uno sabe que ha venido a este mundo, a esta vida, a esta cosa,
para ser testigo de escenas como la de esta muchacha que se ha sentado para ver, para mirar o
sentir una pintura de Rothko —o de Bacon, o de Giacometti—.
Bien: es la muchacha lo que nos importa sin remedio y sin consuelo, aunque no es del todo
indiferente que mire un cuadro,
como no es —ni mucho menos— indiferente su actitud seria, formal; ni que mantenga la espalda
naturalmente erguida,
sin envaramiento, con las manos en el regazo y los brazos a lo largo del cuerpo.
Y tampoco es indiferente la despreocupación con que mantiene las piernas desordenadamente
cruzadas, con los dos pies apoyados en el suelo.
No es indiferente que esté mirando un cuadro porque eso la incluye en aquel espléndido epitafio,
que dice: “A quienes todavía buscan”.
No puedo —no quiero— tratar con quien ya no busca, y se ha instalado en cualquier simplificación,
y me hace ver su historia terminada, edificante, del mundo.
Por eso confío en que la muchacha sea una buscadora: en cualquier búsqueda es importante que
vaya aflorando lo que se encuentra, pero la intensidad del buscador, su resolución y su rabia, son
imprescindibles para que las cosas vayan adelante.
Algunas criaturas mágicas han sido hechas para permanecer enteras, y si uno las contempla por
partes deja de comprenderlas, desaparecen.
El poeta lo dijo mucho mejor: “Los niños juegan al escondite, y entonces se dan cuenta de que
pueden causar mucha preocupación, y por eso, a veces, se esconden para siempre.”
por Narciso de Alfonso
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