Lo primero que comprendemos en esta fotografía, es que se trata de la memoria.
Más precisamente, la memoria poética. La niña que siempre hemos sido camina
sobre las aguas gracias a ese elefante que representa nuestra memoria. Un elefante
que va sólo hacia delante. Sin embargo la niña va en contradirección, que es donde
se comprende todo. Sabe que tiene razón y cada imagen capturada es un poema.
Cada emoción es un apunte en el corazón. Tristes o alegres, todas se recuerdan
desde que aprendemos quiénes somos. Aunque a veces, se nos van las referencias
de lo que ya no tenemos, y no podemos escribir cuando lo perdemos. Por eso, así,
acompañados de otros consumirse, esperamos, rellenando el presente contra
la memoria muda del olvido. Contra la memoria de las flores. La de la nieve.
No existe otra espiral que el bramido del tiempo. Amasar la memoria es bondad
de alfareros, lentitud de veranos en fabulación.
En la memoria está la verdad y lo ilusorio, lo sucedido además de sus porqués,
y los porqués de esos porqués. También el olvido. ¿Qué sonríe en la sombra
sin muros que ensordece mi corazón? ¿Qué soledad levanta sus torturados
brazos sin luna y grita herida a la noche? ¿Quién canta sordamente en las ramas?
Pájaros no: memoria de pájaros. Sois eco, solo eco, pluma vil, turbia escoria, muerta
materia sorda, aquí, en mis manos. Besar una ceniza no es besar el amor. Morder
una seca rama no es poner estos labios brillantes sobre un seno cuya turgencia tibia
dé lumbre a estos marfiles rutilantes. El sol. ¡El sol deslumbra!
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