La vida dentro de la Tierra sucede en su tiempo. Un tiempo dentro del que vivimos, cuando nacemos, durante unos pocos años. Después, somos obligados a chocar contra él, a rozar nuestra alma con sus límites, un límite que es el tiempo desnudo, el que no contiene ningún espacio. El que siempre ha sido sin comenzar nunca. Y así extraen las filosofías de nuestras almas; discurso silencioso que todos llevamos dentro manando desde los afluentes de la razón, para pasar después a sus fauces hambrientas.
Ignoro cómo alcanzan semejante poder sin haber crecido espiritualmente. Porque están aquí, entre nosotros. He escuchado cómo hablan entre ellos y son estúpidos hasta la saciedad. Si sus vidas se desarrollan fuera del tiempo de la Tierra, quizá por esto necesiten de la filosofía para subsistir. Pero no generan la suya propia y particular. Y algunos de nosotros danzamos la vida de esta manera para que ellos recojan así el fruto sin riesgo, sin desgaste, sin comprender evidenciando; quiero decir, sin corazón.
Por eso a medida que su cerebro se agiganta, su corazón se queda más pequeño. Un corazoncito que quizá, algún día, reciba la factura de ese gigantismo sin poder evitarlo. Porque no es lo mismo procesar los asuntos del corazón, con el corazón, que con el intelecto. Cómodamente.
Luego… sí. Nos dan un premio, al final, en caso de que no mueras por el camino. Así la típica frase “agradezco mi historia, mi proceso y lo que estoy viviendo hoy. Sé que detrás de todo hay un plan perfecto para mí. Lo recibo con amor y lo bendigo…”, se vuelve más verdadera. Pero no se trata de ser mártir, ejemplo de vida individual. Se trata de todos. De todos.
0 comentarios