Aunque hace ya tiempo que tengo noticia de las actividades que se están haciendo bajo el paraguas de la denominación Ciclo Escondido y la existencia del Gallo Rojo, no ha sido hasta este pasado domingo que he podido acercarme a verlo y vivirlo en persona. Espero que sea verdad eso que dicen que nunca es tarde si la dicha el buena porque la primera sensación que debo comunicar de esta experiencia es que no sólo la dicha es buenísima, sino que además sí que llego un poco tarde y me queda el regusto de haberme perdido muchas cosas por ello. Luego hablaremos del tema más en profundidad, pero la naturaleza de los conciertos que recoge este ciclo, cuyo nexo es la experimentación y la improvisación, dotan a todo cuanto allí acontece de un carácter efímero y único que transforma la pérdida en algo más rugoso y difícil de tragar.
Ubicado en pleno centro de Sevilla, en la calle Viriato, al lado de la confluencia de Feria y Regina, el Gallo Rojo es un espacio de ambiente bohemio, con mucha luz y que se presentaba lleno el domingo a mediodía. Este tipo de acontecimientos se están convirtiendo para sus seguidores en un planazo para el domingo. Das un paseo por el centro por la mañana (a ver quien se mete con un coche hasta el lugar del evento), desayunas en algún lugar de tu agrado de los cientos que ofrece la zona, ves un concierto pinturero mientras disfrutas de una cervecita o, mejor todavía, de un vermusito delicioso con su rajita de naranja y luego te vas a comer con la alegría de haber invertido el tiempo en algo único, agradable y especial. Estoy deseando que llegue la próxima cita con el Ciclo Escondido a la que la vida me permita asistir.
El reclamo que me hizo salir de mi madriguera no era otro que Hidden Forces Trio que unían talentos una vez más con Raúl Cantizano. No es una asociación extraña, ya en 2023 nos dieron un disco que se coló entre los mejores del año en mi humilde opinión, eso sin entrar en el resto del proyectos en el que estos músicos colaboran en distintas combinaciones. El ambiente de música experimental, cosas rarunas, texturas avanzadas o como uno lo quiera llamar, en Sevilla es amplio y muy productivo, aunque desde fuera, o incluso desde dentro, se suela tener mucho conocimiento del asunto. No es ni lo que se suele vender de la ciudad ni lo que se suele buscar aquí, pero está ahí, es prolífico y muy interesante. Algún día tendré que ponerme en serio a reseñarlo todo, pero ahora no, ahora lo importante es lo que sucedió el domingo.
Antes de empezar el concierto estuve saludando a Marco Serrato y Borja Díaz, contrabajista y batería del cuarteto respectivamente. No sabría decir cuantas veces he visto en directo a estos dos músicos en los últimos 25 años ni cuantos discos tengo en casa en los que participan, tanto de Orthodox, como con Larssen and the milenials, Isabelle Duthoit & Ocnos Arkestra, los propios Hidden Forces Trio o algunos más que ahora mismo no recuerdo. Sea como sea nunca defraudan. El caso es que antes de empezar Marco me preparó el terreno, habían tenido que reunirse para el concierto de urgencia por algún problema que no recuerdo de quien tocaba en realidad ese día, con lo que venían sin ensayar y él, para más inri, llevaba unas semanas sin coger el contrabajo y no se notaba fino. No tenía ni idea de qué iban a tocar pero estaba tranquilo, la improvisación tiene esas cosas y cuando uno tiene buenos músicos al lado, en los que puede confiar, todo fluye. Y vaya si fluyó.
La propuesta de Hidden Forces Trio, con o sin Raúl Cantizano, suele moverse dentro de los parámetros de algo que podríamos asimilar al free jazz más salvaje fusionado con esa música atonal y de toques espectrales que a finales del siglo XX llamábamos contemporánea y que ahora no sé cual sería la calificación más correcta. Lo que hace treinta años era contemporáneo, como lo que era nuevo, ahora requiere otros nombres que ni soy quien para otorgarles ni sé de nadie que lo haya hecho. En estas coordenadas sonoras, improvisando, inventando sonidos sobre la marcha, el cuarteto puso manos a la obra.
El arranque se sustentó sobre el clarinete bajo de Gustavo Domínguez que jugando con una frase atonal, sincopada y cargada de armónicos y giros inesperados nos sumergió en el limbo sonoro en el que íbamos a estar inmersos los siguientes cuarenta minutos mientras Marco y Borja se unían para, poco después, hacer lo propio Raúl Cantizano con su guitarra eléctrica. Cada uno con su instrumento fue aportando al devenir de una música que se iba creando al tiempo que la escuchábamos, sin plan de ruta, donde los implicados extraína las sonoridades que estimaban más oportunas para adaptarse a lo que planteaban los demás sin que ello significase en ningún momento tocar de un modo que pudiéramos entender como convencional. Borja aporreó sus tambores con las manos desnudas y con todo tipo de baquetas, puso peonzas a bailar sobre los parches, tocó cascabeles, cadenas e incluso sacó un trozo de corcho blanco que hizo chirriar con un arco de contrabajo mientras Marco le acompañaba extrayendo por el mismo sistema los armónicos más extremos de sus cuerdas.
Así explicado un observador ajeno que no conozca estas cuestiones puede creer que estamos hablando de una locura que se torna en un ruido inescuchable. No voy a negar que tenga parte de razón, pero se trata de algo más. En un mundo desacralizado como el que vivimos, donde el individualismo es cada vez mayor y parece que nos premiaran por quedarnos encerrados en casa, estos conciertos tienen un cierto tono de ritual que nos pone en relación con aspectos muy primarios como el poder del sonido puro, sin preconcepciones teóricas, simplemente dejarse llevar por la impresión que en cada momento causan la vibraciones transformándolas y haciendo crecer algo único. Durante todo el tiempo que los músicos estuvieron interpretando la obra el silencio entre el público, y conste que el bar estaba lleno, fue prácticamente sepulcral. Llevan años trabajando juntos en muchos contextos diferentes y eso se nota, tienen un lenguaje común con el que se comunican entre ellos y con el público, un lenguaje ignoto e imposible de transcribir en palabras, un discurso efímero, como la propia naturaleza de su creación, que desaparece dejando tras de sí sensaciones difíciles de explicar, calma y desasosiego, alegría y exasperación, miedo a salir de allí y enfrentarse de nuevo al frío, a la humedad, a la vida cotidiana tan reglada, tan predecible, tan aburrida…
Y mientras tanto el cuarteto avanzaba en su propuesta dando una lección magistral de saber hacer, de escucharse, de respetar los tiempos y los espacios de cada uno. Construyendo un monolito sonoro en exclusiva para los oídos de los afortunados que asistimos a compartir con ellos la ceremonia pagana de adoración al sonido y la libertad creativa. Como contrapunto, los teléfonos y sus cámaras, el ojo del Gran Hermano que parece que ya sí que nunca nos abandonará porque somos nosotros mismos, trataban de retener esos momentos irrepetibles, asir la fragilidad de nuestras vidas que quedaban expuestas en lo volátil del instante tan especial que nos estaba siendo dado, espoleando la necesidad de retenerlo todo aun sabiendo que con toda probabilidad se convertirá en un icono más de nuestro espejo negro de bolsillo, uno que rara vez pulsaremos porque videar su contenido no hará más que recordarnos que lo vivido se fue y el sucedáneo ni está, ni puede estarlo, a la altura de lo real, lo palpable, el aquí y ahora que se esfumó como una sombra en la noche. Y sí, reconozco que yo también cedí a la tentación y saqué algunas fotos para ilustrar estas líneas que ya revoloteaban por mi mente así como grabar algunos fragmentos que quizá yo tampoco revisitaré jamás. Ni ser conscientes de las cosas nos salva de la contemporaneidad, esta vez sí, que nos da contexto y condiciona nuestro ser, nuestro dasein.
Terminado lo que Marco Serrato llamó el primer tema, invitaron a Sebastián Cruz. El único cantaor flamenco que se atreve con estas cosas, dijeron. Él se acercó, agradeció el poder hacer música con ellos y se arrancó. Aupándose sobre la tenue y nebulosa capa de sonido que tejieron para él, jugando a entremeterse entre los tonos propuestos, demostró categoría, arte y capacidad expresiva como para salir con la cabeza bien alta de algo que, a priori, debiera estar en las antípodas de sus formas habituales de expresión pero poniendo en claro que la música es música y que los límites son inventos de los que estamos fuera hablando de ella, que quienes de verdad la llevan en la sangre, la viven y la conocen saben como hacer para sacar lo mejor de sí mismos y amoldarse a cada ocasión. Broche de oro para una mañana de excelencia. Realmente, como decía al principio, estos conciertos del Ciclo Escondido son un planazo sin competencia para la mañana del domingo. Estoy deseando que llegue el próximo.
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