Estamos presenciando el lugar donde se cruzan dos océanos. La misma
línea divisoria entre dos mundos distintos. Se han reconocido. Han visto que
su desarrollo metafísico es el mar, en ambos. Lo que facilita las cosas.
Podría decirse que son la orilla ideal para el otro. Aunque su conexión
es directa en lo profundo. De hecho, él atraviesa el pecho de ella como
pasa cuando metemos el brazo en el agua. Sin notar ninguna resistencia.
Solo el aroma fresco del líquido elemento.
Los dos son reclusos de la gravedad, cautivos del espacio. Y cumplen
su condena, insumisos, con el viento, el sol y esa luna que los contempla
insomnes, batirse entre las argollas de los polos.
Siempre se ha dicho que el agua es débil, pero puede dañar a una roca.
Su fin es la adaptación total a cualquier medio. De esta manera, esta pareja
se adapta y se funde en un único mar, un solo abrazo de un azul amigable.
Las fronteras entre los dos son apenas visibles, como si dudaran si ser
o no ser. Sin embargo, en los mapas, se miente. No dejan paso a la cruda
verdad. Y, magnánimos, con ese humor bonachón, me despliegan en la mesa
un mundo no de este mundo.
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