El fotógrafo de los amores más cotidianos ha puesto su ventana indiscreta sobre esta pareja humana de dos, que podrían ser —aunque no lo sepan todavía— la princesa y el príncipe, azules el uno del otro, porque ya casi se puede oler cómo los abismos y los vértigos que los separan están ardiendo, y él es abogado, y ella una trabajadora muy social, o quizá al revés, pero el que sea abogado de los dos no tiene compasión ni compromiso, y sólo sabe resolver los problemas con amenazas y violencia, y el que sea el trabajador social se vuelve tan empático ante cualquier necesidad prójima que no puede ni respirar, como una madre infinita.
Y de pronto, de súbito, de repente, el que sea abogado se siente por completo un trabajador muy social y no necesita amenazas ni violencia, y el trabajador muy social pierde la compasión y el compromiso, y ninguno de los dos puede recordar las cosas que creía más importantes, y los dos sienten toda la tragedia que llevaban en la sangre desde siempre, sin saberlo, y se sienten raros y estúpidos como los personajes de una serie de televisión, y todo este asunto les parece increíble, imposible, como despertar del sueño feo en el que se había convertido su vida, su realidad.
Y cada uno sabe que el otro es el sitio donde las cosas tienen todavía sentido, y donde no hay solamente miedo todo el tiempo.
– ¿Qué quieres? Ver como eres por dentro.
– ¿Y si no hay mañana? Hoy no lo ha habido.
– Soy un usuario, nunca planeo. Soy un sindicato, sólo sé luchar.
– No soy fuerte. Sólo tengo algunas trampas para cuando todo se hace
imposible.
– Nunca le doy a nadie tiempo para pensar. A todos se nos acaba el
tiempo.
– La gente siempre recuerda a la cantante. Pero todo el mundo puede
bailar.
La moraleja dice que el amor no busca la igualdad, sino que la crea; la ciencia
—eso es, la ciencia psicoanalítica— llama a eso simbiosis, cuando el amor hace que dos sean —realmente— uno, aunque suceda, en general, por poco tiempo.
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