Es Lori Singer tocando el cello, subiendo desde el barro al universo sideral, donde están las enormes plantaciones de estrellas. Cuando la miro de verdad, queriendo ver lo que hay dentro de su cuerpo, detrás de su piel, de sus párpados, dentro de su boca, sólo veo la penumbra del ser y el espectro fluvial en que arde el oro, pero todo en difunto y en contradicción.
Tiene también un mucho inmenso, como una tumba sola que no puede contener su volumen creciente, y tiene que abrirse y soltar su carne rota. Algo le llega desde fuera del alma, desde fuera del reloj, y está sola, como un condenado a muerte; está en el revés del universo, allí donde la gravedad se invierte. Lori está callada por dentro, como sorda o arrodillada o perdiendo algo, con las puertas cerradas, sin calefacción ni colchones.
Tal vez no tiene todavía referencias propias, o ya las ha perdido, y se siente más parecida a su gato que a sí misma y quiere que alguien le diga cuál es su destino y dejar ya de sentirse tan casual, tan prescindible, tan innecesaria.
Está hermosa como una paloma herida, como un ciervo vulnerado que no logra dar a la caza alcance, pero tampoco quiere abandonarse, dejando su cuidado entre las azucenas olvidado —lo dijo el poeta—, de manera que sólo siente un exhausto desasosiego: algo como un peso opaco entre no morirse ni vivir; una hemorragia de vida con los sentimientos extraños, con las emociones irreconocibles.
‘¿Y quién no tiene un fuego, una muerte, un miedo, algo horrible, aunque fuere con plumas, aunque fuere con sonrisas?’ —preguntó el poeta—. Tal vez acercando a ella la oreja de escuchar oiríamos el silbido penetrante de sus ácidos homicidas, o sus venas llenas de dinero o de amor, o las burbujas de su sistema nervioso licuándose.
Pero somos ignorantes, impuros, apresurados, indignos.
Ahora, tal como está, podríamos quitarle la vida, pero no su existencia, que incluye también todo su pasado: pero no sólo del tiempo, sino también todo el pasado de su eternidad. Duda, duda entre subirse a la mujer de sí misma o quedarse un tiempo más en la niña, en la adolescente; duda entre utilizar sus espléndidas rodillas como una diosa o seguir chupándose el pulgar hasta el hueso. Acaba de salir del espesor de la normalidad, y no sabe todavía dónde se encienden las moscas ni dónde se apagan los moscardones. Y esta noche dormirá allá, lejos, donde está la tiniebla tenebrosa, donde el alma tiene que usar sus garfios para no perderse.
¿Cómo convencerá a la madera de que no arda, de que no flote, de que se deje besar? ¿tendrá que buscarse la vida toda la vida, como los demás, pero sin anestesia? Que piense lo que quiera, pero que lo piense ya; que sepa que la felicidad es la certeza de no sentirse perdido. A veces, uno es más distinto de sí mismo que de los demás: a eso le llamamos, simplemente, destino, sin complicarnos la vida. Aunque tiene los ojos cerrados, algo, desde dentro, logra abrirse paso hasta nosotros: a eso le llamamos, sencillamente, alma. De esta mujer sabemos (pero, ¿cómo?) que si fuera necesario sometería al hierro negro hasta perder el eco, jugándose la vida: todavía quedan ciudadanos a los que no les sirve cualquier respuesta y, mucho menos, cualquier pregunta.
Sin libertad, el mundo es solamente un mecanismo. Son las personas civilizadas las que cumplen las órdenes que les dan, sean cuales sean; por eso le diríamos, le pediríamos a Lori: ‘cuéntame lo que me pasa ’; ‘tú qué crees que debería hacer.’ Sabemos que nadie nos va a dar nada. Como casi siempre, el tiempo está maduro para lo que sea necesario, dispuesto con su burro negro. Podemos escuchar cómo el viento zarandea los árboles. Todo está lejos, muy lejos, o se aleja, se va alejando. Entre las grandes piedras buscamos los almacenes centrales.
Hay una educación que nos enseña a ganarnos la vida, y otra que nos enseña a vivir; pero no sabemos cuál le falta —o le sobra— a la hermosa Lori. Tal vez no le gusta la gente que no sufre, o entró al mundo por la puerta trasera.
¿Es acaso más débil aunque parezca más fuerte? ¿cuál es la medida de la vida? ¿las personas a las que amamos o nos aman? ¿nuestros logros? ¿Y si fracasamos, o nunca llegamos a amar o a ser amados? ¿Qué pasa entonces? ¿No encontramos medida alguna y la callada desesperación de una vida sin vida nos enloquece? Mmmm. Parece un asunto cornudo. Y, a veces, tenemos que hacernos impermeables, porque dentro de nuestra piel no viaja nadie, y fuera de nuestra piel nadie nos ve pasar.
Años de tumba, litros de infinito —lo dijo el poeta, antes de que lo echaran de casa por no pagar el alquiler. Se dice que lo triste es no saber vivir, no morirse.
Lori tiene que saber que todo es eterno pero sólo mientras dura. Tal vez no lo aprendió por sí misma en las playas de Guadalcanal, donde abundan las luciérnagas: que hay que retener las cosas en el mismo momento en que cruzan de la luz a la sombra. Y bueno, con el sistema eléctrico del cuerpo congelado en un cortocircuito de fusibles, tenemos que dejarla en su destino, ahora que está hermosa como las mujeres que aparecen en los sueños de los buscadores de oro.
Por Narciso de Alfonso
Este merodeo es un homenaje a Lori Singer,
a la que conocí como actriz en Vidas cruzadas
[Short cuts] de Robert Altman, y de la que me
enamoré, tal vez para siempre.
Tramposamente, he utilizado materiales de otros
merodeos: me da igual, quería, necesitaba alcanzar
de algún modo, en algún sentido, a Lori Singer.
No lo he conseguido, naturalmente, pero estoy más
cerca para lograrlo la próxima vez.
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