Un par de días después de suicidarme, tuve una cita con un viejo amigo. Viejo solo en edad y en referencia al tiempo que nos conocemos (mis casi treinta años, desde su perspectiva, unos diez, desde la mía infectada de infancia y adicción). A sus ochenta y un años, conseguir ver a este ecléctico y magnífico arquitecto en persona parece casi una cita religiosa. Su actividad cerebral y física, pese a una enfermedad en principio terminal para el resto de seres humanos, resulta abrumadora y deprimente si uno es aspirante a ser notorio en el mundo. Un mundo en llamas, le decía yo, insomne, pues había aguardado impaciente nuestra reunión al punto de no pegar ojo la noche anterior. Me habló de heridas y de estatuas de sal. Con una palmada en el hombro y una sonrisa vitriólica y triunfante, me desplumó de mi fe budista. Cómo un muerto puede estar tan ciego, me pregunté, entre risas. Apenas pudimos tomar un par de cafés antes de retomar nuestras respectivas actividades, mucho más comunes de lo que él esperaba, según aprecié.
Pero lo más importante que me dijo, fue sobre la comunicación y el arte. Más bien, sobre la imposibilidad que tiene el Genio de Comunicarse. La constante espiral de indiferencia, odio, interés y crueldad en la que caen los más sinceros sollozos y cantos del artista, incluso cuando éste se alza y se muestra al mundo como lo que es pese a la muerte o pese a sí mismo: notorio.
El umbral del dolor aumenta. El sufrimiento percibido, cada vez es menor. Las acciones de otras personas, incluso sobre la mía, me son indiferentes. Emilio Álvarez me mostró claramente lo que soy y qué debo hacer en este mundo.
Vilipendiado y amado, vivo y muerto:
John Serrano
Mis reverencias