Puede sonar un poco relamido el título, pero es un cariñoso guiño a Reflexiones sobre la cuestión judía, seguramente el libro más accesible de Sartre. Es uno de esos libros que te hace sentir más listo de lo que eres, probablemente porque le da un enfoque personal, íntimo. Entiendes perfectamente el error por soberbia de los franceses en la Segunda Guerra Mundial, ¿Quién cojones se iba a pensar que los Panzers iban a poder llegar tan rápido y por donde lo hicieron? Esa sensación, casi subconsciente, de haber caído a la primera, sin haber hecho nada melló el amor propio francés durante decenios.
El otro día leí un libro sobre Saramago, una especie de compendio de cartas, artículos y crónicas, como unas obras breves selectas, donde disecciona el siglo XX y todos los grandes personajes que pasaron por su lado. Para mí, que ni tengo un cociente intelectual apabullante ni un nivel de estudios de erudito, fue un gran espaldarazo oírle hablar de fútbol. Marx habla a finales del siglo XIX dirigiéndose a una sociedad eminentemente industrial y con unas circunstancias muy concretas. Es cierto que ciertas ramas del marxismo lo acaban tomando como una especie de religión pagana, de dogmas y de oraciones. También ha pasado con Rosa de Luxemburgo, por ejemplo.
Este comportamiento tiene que tener raíces antropológicas. El humano es cierto que tiene curiosidad, que la condenación viene por comer los frutos del árbol de la ciencia, por no conformarse con creer que todo va bien y tratar de desentrañar los misterios a su alrededor y de su percepción de sí mismo, pero no es menos cierto que el humano tiene una parte espiritual, ritual. Algo mecánico y simbólico que da la tranquilidad de la rutina, por decirlo de alguna manera. Lo decía el propio Saramago hablando del marxismo. Marx se dirige a una sociedad principalmente industrial y en unas circunstancias y momento histórico muy determinado. Ha habido corrientes que han tratado de modernizar y adaptar el marxismo a contextos culturales diferentes y al cambio de situación social por el propio paso del tiempo, pero otras facciones han convertido las palabras de Marx en una especie de religión pagana, en un rito donde repetir los conceptos que definió como mantras. Les pasó lo mismo a los ilustrados franceses, o a muchos de ellos: derribaron a todos los dioses, los antiguos y los nuevos, y colocaron en su lugar a la razón… que terminó convertida en una especie de deidad intangible. No le rezaban, la pensaban, pero de una forma abstracta, de introspección casi espiritual.
El caso es que, en un momento dado, Saramago habla del término alienación asociándolo con el fútbol, y esto me trajo una anécdota a la mente. Un viernes, sobre las cinco de la tarde. Después de una semana de exámenes bastante dura llegó ese momento donde el fin de semana empezaba a dibujarse en el horizonte y donde esa extraña mezcla entre euforia y libertad ocupaba mi mente por completo.
De forma totalmente espontánea, se organizó un partido en medio del patio, improvisando los equipos a medida que avanzaban las jugadas. En un momento dado, me coloqué cerca de una de las áreas y repelí un ataque bastante torticero. El amigo de un amigo mío —que ahora que lo pienso, qué sería de él—, acudió en la ayuda y nos convertimos en los Baressi y Costacurta del colegio. Tras convertir aquel chaval un rebote en una ocasión de contragolpe, le tendí la mano. Se llamaba Héctor, como el príncipe troyano.
No recuerdo cómo terminó aquel partido, pero sí que recuerdo haber saludado a Héctor cada vez que nos veíamos, compartiendo una sonrisa momentánea como si hubiéramos compartido una experiencia vital. Y es que, en cierta manera lo habíamos hecho. Es algo tan increíblemente maravilloso como el lenguaje. Esto son un montón de ceros y unos desparramándose por la pantalla, convertidos en un montón de simbolitos, pero que, mientras tus ojos pasan por encima, se transforman en un concepto abstracto, una voz que retumba al compás dentro de tu cabeza y que va creando imágenes o sensaciones dentro de tu mente.
Aquel día en aquel patio Héctor y yo pasamos por el mismo proceso mental, empleando el lenguaje del conocimiento de las reglas del deporte para unir fuerzas en un objetivo común. Aunque existe la posibilidad de intervención hormonal —como si fuera un documental de animales a la hora de la siesta: la proximidad de hembras hace que los jóvenes machos se pavoneen como imbéciles—, la descarto por la actitud colaborativa. Si nos hubiéramos tirado al suelo jugando a ver quién levanta al otro en vilo, sí compraría el argumento. En ese momento, ni Héctor ni yo tratábamos de destacar individualmente. Habíamos entrado en una especie de estado alterado de conciencia, que es lo que Saramago llamaba alienación.
Alienación, definida etimológicamente de una forma chapucera, es que el alien, el extraño, entre en ti, que te conviertas en el extraño. Marx la enmarcó en el entorno laboral, cuando la frustración de no ver el fruto de tu trabajo te pasaba factura psicológicamente. Imagina la primera cadena de montaje de Ford. Había un tipo que se pasaba el día apretando una tuerca en una chapa, como Chaplin en Tiempos modernos, y terminaba hecho una pena porque nunca veía salir un coche terminado.
La pregunta es: ¿Qué es lo que soy? Yo he llorado de felicidad viendo fútbol, he gritado hasta tirarme tres días sin voz, me he ido a la cama sin cenar por alguna decepción o me he pasado media noche sin dormir de lo nervioso que estaba antes de un partido importante. ¿Es una alienación? ¿Una especie de síndrome de Estocolmo?
La progresiva mercantilización del fútbol vive su punto más álgido llevando un mundial a un país sin tradición futbolística, donde los derechos humanos brillan por su ausencia y prostituyendo el reglamento miserablemente para no hacer ver lo evidente. Esta oleada de fútbol moderno, de clubes estado adulterando competiciones, ha distorsionado la propia visión del deporte, la visión original. Aquello de Camus «lo que más supe, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debía al fútbol». Decía Ángel Cappa que el fútbol es la fiesta de los pueblos. Yo soy de ciudad, sí, pero de una ciudad pequeña en la provincia más pequeña, y eso te imprime cierto carácter. Tus recursos son más limitados, así que tienes que pelear más duro o ser mucho más listo que tu rival para nivelar la balanza y tener un partido en buena lid.
El fútbol es política: es conciencia de clase pura. Donde once tipos netamente inferiores sobre el papel, a base de esfuerzo individual por un objetivo común, pueden derrotar a un club estado intergaláctico forjado a base de talonario. El último fichaje del Bayern Múnich ha sido más caro que todos los fichajes de toda la historia del Unión Berlín. ¿No sería maravilloso un Unión Berlín 1-0 Bayern? En La casa de papel ahondaban en esta idea: se juega un Brasil – Camerún. ¿Quién va a ganar? Brasil. ¿Quién quieres que gane? Camerún. Porque en cada corazón late, en mayor o menor medida, un espíritu justiciero que hace repudiar la falta de oportunidades.
Imagina plantear esto en la vida diaria, ese mismo espíritu de equipo pequeño aguantando el chaparrón y esperando una oportunidad. No habría fondos buitres, preferentes, hipotecas impagables… Bueno, sí las habría, pero cada abuso tendría protestas tremendas y no les resultaría tan fácil pasearse por sus fueros. Hablo de paraísos comunistas como Alemania, que ha limitado el alquiler, sin que la economía colapse, Francia, donde se jubilan bastante antes y con un salario mínimo bastante más alto, o Irlanda, donde tras una subida de la luz se preparó un pitote de gente gritando que no iban a pagar que lograron echarla atrás.
Es algo así como la mitología: un símbolo, un cuento con moraleja que nos ayuda a explicar o a plantear la realidad y a encontrar una actitud que nos lleve al punto que deseamos. Una metáfora de la vida.
El fútbol también se entiende como un arte. Como decía Galeano —otro de esos tipos que al leerlo te hace sentir más inteligente de lo que realmente eres—, nos convertimos en mendigos del buen fútbol, yendo de campo a campo buscando una jugada linda, y cuando la vemos, se agradece el milagro, se haya producido en el bando que sea.
Volvamos a la alienación. Siento lo mismo al teclear esto que cuando veo —y oigo la narración— el gol de Maradona a los ingleses, el gol de Nayim en la Recopa, la remontada del Liverpool al AC Milan en aquella final, el milagro del Nou Camp en el 99… o aquel gol de Markovic que casi nos dejaba en Primera —sí, digo «nos» porque a mí también me dejó—, el gol de Iturrino que lo certificó, el gol de Manel al Extremadura que nos puso en camino para volver a ascender… Esa sensación de euforia ardiente, de una felicidad tan efímera como genuina —mientras tecleo siento un pequeño nudo en la garganta, y tengo ganas de quemar un poco de incienso a los dioses paganos del fútbol por haberme dado la oportunidad de vivirlo—, ¿podría ser alienación también el hecho de que se me acelere el pulso al rememorarlo? ¿Que me esté haciendo sonreír, es también alienación?
¿A qué hemos venido a este mundo? Creo que la idea del valle de lágrimas ha ido quedando descartada con el paso del tiempo. Es lo del mito de las dos fuentes del eclecticismo: una fuente de la que mana miel y otra de la que sale agua. Si sólo tomas miel, te acabarás empalagando. Si sólo tomas agua, tiene poco valor nutritivo y es insípida. Hay que encontrar el equilibrio.
Si el fútbol es una alienación, y debería «liberarme» de él, y escribir esto también es una alienación. ¿Quién soy yo, qué soy yo? ¿No quedaría entonces reducido a comer, beber, hacer de vientre y tener sexo? Si mientras escribo esto me duele la tripa, tengo hambre, tirito de frío o estoy sudando a chorros. ¿Esas sensaciones no me estarían alienando?
Me pasa siempre con los conceptos filosóficos: las palabras dejan de tener significado, como poner la frontera entre el mundo real y el reino de Morfeo cuando das cabezadas en el sofá. Volvemos a la filosofía platónica: hay una idea de mi propio ser, en el mundo de las ideas, libre de cualquier alienación, flotando en el éter, imperturbable, y luego esta este cacho de carne tecleando, alienado por varios sitios.
Por terminar con un refrán: que me quiten lo bailado. Un partidillo en los campos de refugiados de Sabra y Chatila, en el patio de un colegio, en un descampado de algún trozo de tierra dejado de la mano de Dios, del barrio más pobre de la ciudad más pobre… siempre será mi territorio, y lo miraré de reojo y empezaré a identificar a los jugadores con motes, haciendo la narración en mi cabeza al tiempo que lo veo y dando consejos de entrenador que no tiene ni idea. Si es menester, jugaré y, si tengo la ocasión y marco, pienso celebrarlo como si no hubiera un mañana, porque tal vez no haya un mañana, y cuando pase al Hades, prefiero pensar que mientras estuve pisando la tierra, disfruté todo lo que pude.
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