De una producción de Michael Bay se podía esperar algo más, teniendo en cuenta la reputación del realizador de la saga “Transformer” o “Pearl Harbor”. No nos referimos a nivel técnico, pues el estilo del “Rey Midas” hollywoodiense gusta a un público en su mayoría degustador de cintas “palomiteras” o es detestado de forma furibunda. Desde aquí se le reconoce sus virtudes, ya que crea largometrajes pirotécnicos, con abuso de la cámara lenta y los efectos visuales y de sonido pero, hay que reconocer, que suelen ser productos bien elaborados y con un ritmo acelerado, que no suele dejar un respiro.
En “Inmune” apenas notamos ninguna de las virtudes y sí todos los defectos. Puesta en escena lamentable, con planos de ínfima duración y un montaje tan acelerado que hace que el espectador se pierda entre tal “ensalada” de cortes, tomando como ejemplo las escenas de acción donde no se puede saber bien quien acuchilla a quien o de donde vienen los disparos. Una tónica que no se pierde en todo el metraje, una hora y media que se hace interminable. Y ese es el mayor defecto, pues no es normal que en una forma de dirigir que lo único que busca es mantenernos entretenidos por saturación, se aburra al espectador. Su responsable Adam Mason, curtido en la televisión y en el cine de terror, no parece dar con la tecla ni como realizador ni como guionista, pues el “libreto” parte de un punto de partida interesante. Una variente de Covid ha dejado, en un futuro cercano, a la población de nuevo confinada en sus domicilios, lo que aprovecha el estado para limitar las libertades con la coartada de la alta mortalidad. En ese mundo apocalíptico hay una serie de personas inmunes al virus que pueden moverse sin problema. Uno de ellos, trabaja de mensajero y por una serie de avatares del destino tiene que salvar a su novia, encerrada en casa, de que el departamento de sanidad se la lleve a una zona de donde se entiende que nunca se va a salir. Como la isla del “Jezabel” de William Wyler, donde terminaba Bette Davis pero en la onda de productos apocalípticos más recientes, lejos del talento de “Hijos de los hombres” de Cuarón, la serie “The walking dead” o, incluso, “28 días después” de Danny Boyle.
Un filme fallido que intenta aprovechar la pandemia para conseguir cierta repercusión y un estreno más o menos global, lo cual hay que reconocer que ha conseguido. Poco salvable tanto desde el aspecto visual, donde hasta la banda sonora de Lorne Balfe parece homenajear a Hans Zimmer, sumado a las interpretaciones, con un K.J. Apa y una ex chica Disney como Sofia Carson que no funcionan como protagonistas, pues su relación no posee ninguna química y algunos nombres conocidos entre los secundarios como el correcto Peter Stormare, que compone un villano demasiado histriónico y Demi Moore, irreconocible con su nuevo rostro a lo Cher. Un desastre en toda regla.
Eso sí, “Songbird” nos hace reflexionar sobre como estas tragedias globales consiguen que perdamos con cierta facilidad las libertades que tanto tiempo han costado conseguir. Eso lo podemos ver en el día a día, donde la teoría del conflicto de Marx es la única que parece contar, culpabilizando a los jóvenes, a los que van a bares o se salen de las estrictas consignas gubernamentales que cambian según interese en ese momento. Sabe cuando volveremos a tener nuestra habitual vida anterior, respirar sin mascarillas o no buscar culpables entre nuestros vecinos. El siguiente paso será separar y enfrentar a los ciudadanos por tener trabajo, más o menos dinero o váyase usted a saber qué. Y para convencer a la masa, ya tienen a la televisión, y a unos cuantos periodistas, como correa de transmisión de las ideas que los gobiernos desean que piensen sus súbditos, meras comparsas en esta historia que se creen libres y no lo son. La servidumbre voluntaria que anunciaba Éttiene de la Boétie.
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