Leíamos en la primera parte de la autobiografía de Woody Allen “A propósito de nada” que uno de los motivos por los que amaba el cine, cuando era niño, era por la capacidad de evasión que generaban multitud de películas, de diálogos chispeantes y gente elegante: “-De joven, mis películas favoritas eran las que he bautizado como “comedias de champagne”…historias que transcurrían en áticos…se descorchaban botellas, donde hombres melosos que pronunciaban frases ingeniosas seducían a mujeres hermosas…vestidas con lo que hoy en día alguien se pondría para asistir a una boda en el Palacio de Buckingham…” (páginas 25-26). Ese espíritu de comedia clásica es el que podemos observar en “Emily en París”, una serie de diez capítulos de poco más de media hora en su primera temporada, donde toda la gente es guapa, elegante, rica y vestida con prestigiosas marcas de moda. Como un clásico de los 30 0 40 pero adaptado a estos tiempos de instagram e “influencers”. Emily vive en un precioso ático parisino, no paran los personajes de beber vino o champagne y las seducciones son de lo más refinado posible, con la protagonista eligiendo entre millonarios o versiones contemporáneas de Adonis. Una moderna “comedia- romántica champagne”.
Que nadie busque verosimilitud en una trama llena de estereotipos sobre los franceses, donde una joven ejecutiva en “marketing” vista un modelo nuevo, con complementos y calzado en cada secuencia o que el adulterio y el sexo libre (incluso con menores) no sea juzgado y sí aceptado por los involucrados. Da igual, ese mitificado París es perfecto, donde los errores son arreglados sin problema gracias a la simpatía e inteligencia de la protagonista. Si obviamos todo eso, “Emily en París” es una serie perfecta para crear una legión de seguidoras por todo el orbe. Bien planificada, excelentemente contada y con un ritmo en diálogos y acción magistral, lejos de los compromisos militantes y políticos pero placer culpable, como bien contaba en su imprescindible artículo “Whiskas, satisfyer y lexatín” Esperanza Ruiz.
A nadie debía extrañarle, pues su creador es Darren Star, alguien que revolucionó la televisión adolescente con “90210- Sensación de vivir”, luego a un público algo más adulto con “Melrose Place” y, llegando al paroxismo con “Sexo en Nueva York”, con la que “Emily en París” guarda algunos paralelismos. La dirección ha sido encargado a Andrew Fleming, centrado en la pequeña pantalla y cuyo mayor éxito en 35 mms., fue con un clásico de los noventa como “Jóvenes y brujas”, del que no hace mucho hablamos de su fallida nueva versión. Aquí se dan cita, todo lo que se puede esperar de una comedia- sentimental champagne. Paisajes de cuento, amigas y conocidas sofisticadas, culto al cuerpo, amores y desamores de novela, paseos a la orilla del Sena, drones en los planos generales, alivios cómicos en situaciones y algunos secundarios y guiones que juegan con tramas que juegan con el sexo, una supuesta liberación pero tratando de no ofender a nadie. Y de protagonista absoluta, Lily Collins, cuya carrera va en ascenso y que puede acabar coronada con esta inexperta chica de Chicago que acaba en París, sustituyendo a su jefa para dar el punto de vista americano a una empresa de publicidad que han comprado en la capital gala, donde chocará con la amargada responsable que no puede soportar los éxitos de esa “chica con ínfulas” que llega por un tiempo, sin aprender el idioma, explicando lo que hay que hacer para regresar a los Estados Unidos, dejando atrás al resto de la compañía, que como dice otro de los empleados; ellos trabajan para vivir mientras que los norteamericanos viven para trabajar.
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