No solo de pan vive el hombre, que decía aquel. Yo, que aprendía a hacer míos los olores que venían del Mississippi o de los desiertos de Arizona, que me convertí en hijo adoptado del blues y del country como camino sin vuelta al mundo del rock, cómo iba a ignorar los cantes que se cocían en la casapuerta de al lado. Sin adentrarme a conciencia en la esencia más pura del flamenco, alejándome de su ambiente de artistas que frecuenté durante unos momentos y del que salí decepcionado, no puedo evitar acercar el oído cuando se hace carne a través de la gente de la calle que lo canta sin complejo ni culpa porque lo llevan en las venas como la misma sangre que les da la vida. Y como la gran mayoría, a pesar de sentir pasión por la Paquera, me reconozco en la fila de penitentes que andan tras la imagen majestuosa y la voz de Camarón. Reconocimiento del flamenco, imagen sustraída como suya por el payo pero sin perder el orgullo gitano de su garganta. Cuántos nombran a Camarón como muestra de conocimiento aunque jamás hayan llorado de emoción escuchando su quejío.
Es muy difícil explicar lo que uno siente de verdad cuando escucha una voz, un lamento que le llega al alma. No sé si se lleva en el adn, es como pretender recitar un Padre Nuestro sin al menos una parte mínima de devoción. Porque como una liturgia de una noche fresca es sentarse a escuchar la voz de José Monge, una misa cuyo cáliz es de rabia y miel, ese grito de justicia del oprimido, de la costumbre que nadie conoce, de la pena que viaja en bodegas de cargueros. A José Monge no se le puede explicar. A Camarón hay que sentirlo al escucharlo, dejar que tus sentidos abran las ventanas para que las emociones rieguen las macetas de la vida y crezcan siempre mirando al cielo. Camarón es la leyenda, el mito, la fábula creada a su alrededor, de una vida propia de cualquier rock star por la que encendemos una vela al pinchar uno de sus discos y disfrutar del éxtasis de su letanía. Camarón es una voz rota por demasiadas cosas sin que nunca perdiese su privilegio al alcance de nadie más que él.
«Un potro de rabia y miel» fue su último disco en vida, con el veneno corriendo sin freno por su cuerpo pero incapaz de tocar una garganta que era un regalo divino. «Un potro de rabia y miel» es el lamento del que vislumbra al fondo el fin de la carrera, algo que aunque no parezca evidente algo dentro te dice que es cierto, que va siendo hora de hacer la maleta. Camarón era imprevisible como buen genio, como hombre de alturas varias y eso en un estudio de grabación era imposible atraparlo, enlatarlo, ofrecerlo en conserva. El cara a cara frente a la gente era donde el verbo se hacia carne, donde se hacia fandango, tanguillo o bulería de la manera única que este gitano tuyo, mío, nuestro, era capaz de llevarnos a su cielo e infierno particular. «Potro de rabia y miel» es su despedida forzosa que no deseada, su adiós por la puerta grande, su último paseo para alimentar aún más el mito.
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