Veo los carteles de los festivales de verano de este año, el hecho de que grandes leyendas del hard rock llegan a nuestro país – y no solo como parte de festivales, aunque esta opción se haya convertido en la forma más rentable para los grandes promotores- y por supuesto, la vista siempre busca el dolor de bolsillo, que últimamente es bastante acusado. Precios desorbitados que quizás es mejor no traducir a las viejas pesetas que durante tantos años buscaron cobijo en nuestros monederos. La opción de ver a esa gran banda de la que tantas veces escuchaste sus discos, casi se convierte en una cuestión de prioridades, de hacer números para ahorrar, porque evidentemente, a no ser que vivas en la ciudad en cuestión, los gastos aumentan considerablemente, cuando al precio ya de por si elevado de la entrada hay que sumar viaje, avituallamiento y en algunos casos hospedaje. Pero la pregunta que me pasa por la cabeza es, cuando estas bandas desaparezcan, en una, dos décadas, ¿que futuro le espera al rock de arena, al de grandes estadios? La cruda realidad nos dice, que a pesar de seguir saliendo grandes bandas, casi ninguna es capaz de tocar en un estadio, a veces, ni en un pabellón, que el rock vuelve al circuito de salas y clubs, seguramente para regocijo de alguno, pero cargado de añoranza por aquellos de que cualquier tiempo pasado fue mejor (al menos en cuanto a pasta en el bolsillo del músico, que ahora las pasa putas para vivir de lo que mejor sabe hacer).
Algo tengo claro, vivimos en un modelo de sociedad, en un sistema en el que la oferta y la demanda viajan de la mano. Oigo a gente criticar a quien se gasta 100 euros en una entrada de un concierto argumentando que luego no son capaces de gastarse 20 en una banda en una sala, aunque permitidme que dude de que muchos de los que lanzan el guante de esta manera, luego acudan a esos conciertos que tanto reivindican. Vemos conciertos de 10 o 15 personas, bandas con discos fenomenales y miembros de reconocido pasado que no consiguen sobrepasar el centenar de personas en el aforo, promotores que se juegan la pasta y se terminan cansando de tropezar una y otra vez contra el muro de la indiferencia y de las pérdidas, músicos que deciden que es preferible tocar solo y únicamente alrededor de su ciudad para al menos tocar, que el hecho de ir a determinado sitio no les termine costando dinero. Es la realidad que nos toca vivir, queramos o no, porque el rock es Kiss, Springsteen, Metallica o festivales como Azkena, Download o Barcelona Rock Fest, donde se citan la crema (al menos en cuanto a seguidores y portadas y artículos en medios especializados, lo de estado de forma y compositivo lo dejamos mejor para otro día), pero también y no menos importante, bandas cuyos discos se llevan la alabanza general del personal, tanto del pequeño porcentaje que se lo compra, como del de mayormente común conocido que se lo descarga de una página de internet (que esa es otra en la que ya la discusión se topó hace mucho en un callejón sin salida) y viajan con la incertidumbre de encontrar una sala vacía esperándoles.
No me gusta repartir carnés de autenticidad, ni criminalizar o juzgar actuaciones ajenas, porque como derecho fundamental en mi ideario es que cada cual con su dinero hace lo que le sale de los cojones, pero a veces, sí me da la sensación de que nos hacen pasar por tontos. Entradas al doble de precio que en el país vecino, muchas veces instalaciones u organización que no están a la altura del precio de la entrada y todo en el nombre del rock and roll, dicen, claro está. ¿Cual es la solución? Ni idea. Lo que está claro es que mientras sigamos pagando una barbaridad por una entrada y las agotemos un año antes del concierto en cuestión, no existirán argumentos de peso contra unos precios que todo el mundo coincide en considerar abusivos (y esto desde el desconocimiento de lo que cuesta al promotor de turno traer a la banda y pagar los permisos e impuestos legislados en el país, que igual nos llevamos una sorpresa al ver la cuenta de beneficios, que mengua más de lo que muchos esperan o piensan). Y por último, el gran protagonista de esta historia, el músico. Olvidemos a los grandes nombres que se pueden permitir excesos, lujos, o simplemente una vida desahogada gracias a sus canciones. ¿Que pasa con esos músicos que se embarcan en giras estresantes, de kilómetros sin fin por carretera y conciertos en cualquier ciudad y cualquier día? Conciertos un martes o un miércoles, que a pesar de saber que dejarán fuera a aquel que deba plantearse pillar carretera, es lo que hay, porque la agenda manda para que el tour resulte, si no rentable, al menos con los gastos cubiertos. Músicos de este país que se encuentran con tener que dar conciertos gratis para que la gente se anime a mover el culo y acudir a verles, o resignarse a jugarse la vida a un cara o cruz. En fin, este es nuestro mundo, en el que nos ha tocado o hemos elegido vivir. ¿Los medios? de esos ya me encargo otro día, que ya me estoy poniendo demasiado pesado.
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