Cuarta versión que veo en mi vida de “La Bella y la Bestia”, tras las dos francesas, la obra maestra de los cuarenta de Jean Cocteau, con Jean Marais como aterradora criatura, una reciente con Lea Seydoux de virginal mujer y las dos estadounidenses, la de animación de principios de los noventa que es en la que se basa la que nos ocupa.
Hay que recordar la importancia de “La Bella y la Bestia” para Disney ya que tras unos cuantos memorables fracasos en los ochenta como “Tod y Toby”, “Tarón y el caldero mágico”, “Basil, el ratón superdetective” y “Óliver y pandilla”, la compañía de Mickey Mouse se encontraba al borde de la ruina. “La sirenita” les salvaba de la quiebra con su éxito de taquilla pero fue en 1991 con “La Bella y la Bestia” la que les volvía a otorgar el cetro de la animación que confirmaron con posterioridad “Aladdin” y “El Rey León”. De hecho, con los años el primer musical en Broadway de Disney fue “La Bella y la Bestia”. Así que es normal que tengan un aprecio especial a esta historia inmortal de buenos sentimientos. Además, muy de estos tiempos, donde la protagonista del cuento no necesita ser salvada por nadie y es ella la que toma la iniciativa. Así que aprovechando las nuevas tecnologías y sus posibilidades, se ha creado una versión con personajes reales que mantiene la esencia del clásico de animación que ya forma parte del imaginario colectivo. Y en ello, no han arriesgado demasiado, pues los guionistas han adaptado a su predecesora, incluyendo algunas nuevas secuencias pero el “libreto” final parece un calco trasladado a acción real. Para plasmarlo en pantalla han confiado en un magnífico artesano como Bill Condon, cuyos mayores éxitos han sido como guionista, tanto en sus propias películas como “Kinsey” o la maravillosa “Dioses y monstruos” o en productos de encargo como “Chicago” o con la realización de “taquillazos” como las dos partes de “Amanecer” (en mi opinión las mejores de una saga que detesto, como es la de “Crepúsculo”). El trabajo de Condon es preciso y como buen orfebre consigue que nos emocionemos al volver a ver la película, aunque copia demasiado el original y las nuevas escenas aportan poco y mucho menos las canciones donde Alan Menken ha estado menos inspirado que en 1991. Aun así, acaba resultando espectacular el despliegue de suntuosos decorados, impresionante vestuario y desfile de voces y caras conocidas. Bastante menos los efectos visuales, que aunque acaban resultando apabullantes en la gran mayoría de veces, se acaba echando de menos en la escena del baile menos CGI y algo más de veracidad que se hubiese conseguido con un disfraz. Pero el resultado final es más que aceptable y demuestra lo grandiosa que era la versión de principios de los noventa.
A su buen desenlace contribuye un elenco actoral grandioso, lleno de rostros y, sobre todo, voces del cine británico. No tengo ni la más remota idea de cómo será la versión doblada pero seguro que no mejora la original encabezada por una acertada Emma Watson (ya olvidada su Hermione de Harry Potter), el apuesto Dan Stevens (ya olvidado su Matthew en la serie “Downton Abbey”) y secundados por Kevin Kline (ya olvidado su oscar por “Un pez llamado Wanda”), Ian Mc Kellen (ya olvidado su Gandalf en “El señor de los anillos”), Ewan Mc Gregor (ya olvidado su Obi Wan Kenobi o sus roles con Danny Boyle o el inolvidable protagonista de “Big Fish”), Emma Thompson (ya olvidados sus papeles con James Ivory y Kenneth Branagh) o un Luke Evans (ya olvidado compartir saga con Ian Mc Kellen como Bardo) que construye un villano antológico, un Gastón memorable. No nos hace olvidar los dibujos animados pero deja claro lo que es una obra maestra, que es aquel largometraje que con los años es imitado y acaba trascendiendo a su tiempo para acabar convirtiéndose en parte del acervo cultural y en historia del cine. Lo era la versión animada, como lo era la maravilla que Cocteau contruyó en 1946, un cuento gótico lleno de poesía, precursor del mejor Tim Burton. Esta no llega a su altura pero está en un nivel que roza el notable y no hace falta decirlo, pues la taquilla se está encargando de recordarlo, pero es una propuesta extraordinaria para pasar una tarde o una noche bajo el embrujo de una sala apagada, una gran pantalla y un sonido envolvente que nos recuerde aquello de que “la belleza está en el interior”.
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