El ritmo como ley y religión es el summun de los Delta Saints, una meta que ya habían alcanzado hace años, cuando nos hicieron volar en aquel atípico Dock Festival. Cuatro años después todo sigue en orden. A pesar de no contar con grandes singles en su repertorio, el grupo pone patas cada sala a su paso -cerca de doscientos conciertos al año- añadiendo intensidad y arreglando sus canciones hasta límites insospechado, asentando su interpretación en el ritmo juguetón y contoneante que les caracteriza. Madrid bailó al tempo de Tennessee, a la intensidad de una banda que vive en la carretera.

Los muchachos salen a escena con naturalidad, sintiéndose tan cómodos allí arriba como en el salón de casa. Sobre el escenario dan rienda suelta a su diversión como chavales a la hora del recreo, cada uno por su lado. Sin embargo, parece que ahí arriba todos piensan en común: los milimétricos estallidos siempre se dan en el momento justo, nadie se pasa ni se adelanta. Después, el público pasa del baile a las sacudidas vertebrales. Y luego, aplausos.

Si bien basaron la mitad del repertorio en temas de su nuevo disco -oficialmente, no sale a la venta hasta dentro de un mes-, la fuerza de la función no mermó en absoluto. Al arrancar con «Cigarrete» ya nos tenían en el bolsillo y, dado que su concierto se desarrolla enlazando sorpresas, poco importa desconocer los temas. Lo que ofrecen es un espectáculo visual, instrumental y vocal, pues sus canciones no giran alrededor de estribillos para corear, sino que consisten en desarrollos, quiebros y trucos, todo ello asentado en ese ritmo contundente, pantanoso y constante.

Temas como «Bones», «Drink it slow», «Heavy hammer» o «A bird called angola», dieron lugar al el lucimiento de todos los miembros del grupo. Exhibiciones de teclado, batería y bajo, más divertidas que técnicas, espectaculares cabriolas vocales y solos de guitarra por todas partes sin lugar a fallos. Los Delta Saints utilizan los temas para crear sobre el escenario, aprovechando para ofrecerle al público una importante entrega de energía, un espectáculo que estalla en cada canción.

El show de hora y media se hace corto. La exhibición de los de Nashvile, una sucesión de sobresaltos y golpes de efecto, jamás cansa al espectador. A cada año que pasa, regresan más rodados, con más canciones y con sonrisas más largas. Siguen bajando del escenario al ruedo sin pasar por el camerino al encuentro de su agradecido público. Una actitud que, tanto arriba como abajo, demuestra pasión y profesionalidad. Un modus operandi que merece cada euro que cuestan sus entradas.

by: Edgar

by: Edgar

A la música le dedico la mayor parte de mi tiempo pero, aunque el rock me apasiona desde que recuerdo, no vivo sin cine ni series de televisión. Soy ingeniero informático y, cuando tengo un hueco, escribo sobre mis vicios. Tres nombres: Pink Floyd, Led Zeppelin y Bruce Springsteen.

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