Editado con algo más de un año de diferencia con respecto al magno «Exile On Main St.», «Goats Head Soup» señala, en cierto modo, el final de una era: Lo que en su anterior elepé era inmediatez e intuición aquí da paso a una producción más aseada y calculada; al country, rythm and blues y gospel que empapaba los surcos de aquel, le gana terreno el funk y una cierta querencia por las cadencias jamaicanas que con el tiempo no harán otra cosa que ir en aumento. Asimismo, su proceso de creación presenció la deflagración de Jimmy Miller, aquel productor que hiciera equipo con la banda desde los días de «Beggars Banquet».
Es precisamente la tan laureada trilogía que lo precede (o tetralogía, si nos remontamos al mentado «Beggars Banquet») el factor de juicio que más suele pesar a la hora de juzgar este trabajo así como alguno de los inmediatamente posteriores. Sí, las comparaciones, odiosas y, en ocasiones, innecesarias: Imposible regatear la valía de lo anteriormente facturado; inadmisible, dudar de la calidad intrínseca de la presente obra.
«Dancing With Mr. D», rock and roll contenido y saturado, cuasi lascivo en su interpretación, abre el album a fuego lento, pero derrochando electricidad. De acuerdo, no es «Brown Sugar», ni mucho menos «Rocks Off», pero cumple su cometido de sobra.
Tras la apertura, «100 Years Ago», procedente de los días de «Sticky Fingers». Todo evocación y magia («Mary and I, we would sit upon a gate/Just gazing at some dragon in the sky/What tender says, we had no secrets hid away/Well it seemed about a hundred years ago»), el tema no disimula unas costuras disco que afloran en la parte intermedia, tras un delicioso puente gospel que termina por bordar uno de los highlights objetivos del álbum.
«Coming Down Again» es, como se venía instaurando en buena parte de sus obras anteriores, el momento consagrado a mayor gloria de Keith Richards. Un piano da paso a un tema reposado, todo corazón, mecido por el savoir faire del guitarrista y culminado mediante la irrupción de los metales en su tramo final.
Cambio radical de tercio en «Doo Doo Doo Doo Doo (Heartbreaker)», dónde The Rolling Stones se destapaban con lo más marcadamente funky que habían facturado hasta la fecha: riffs entrecortados bien cargados de wah-wah, las teclas de Billy Preston rezumando groove y un bajo zumbón cortesía de Keith, ya que la presencia de Bill Wyman a lo largo del redondo raya en lo testimonial, marcando el comienzo de un paulatino alejamiento de la banda, por espacio de décadas, que ya sabemos en qué acabaría.
«Angie», al igual que «Time Is On My Side», «Satisfaction» o «Sympathy For The Devil», ha sido otro de esos números stonianos, sino el que más, capaces de penetrar en la cultura popular y alojarse en el imaginario colectivo; vicisitud que, cómo bien sabemos, puede acarrear consecuencias negativas -sobreexposición- a la hora de abordarlos con objetividad. (No tan) velada dedicatoria a Angela Bowie para casi todos, de Keith a su hija según la versión de Mick, nos encontramos ante una bien medida balada de tintes acústicos, algo así como una puesta al día, madurada, de aquella faceta de consumados compositores preciosistas que tanto rédito les dió en los 60’s.
La segunda cara abre retomando el pulso con uno de los rockandrolles más pulidos del redondo, «Silver Train» y volviéndose a encontrar con aquel blues que les dió todo en «Hide Your Love». Ambos cortes, si hubiesen contado con una producción más afilada, haciendo hincapié en lo deslavazado, podrían haber engrosado sin problemas el cancionero de «Exile On Main St.»
«Winter», pródiga en preciosos dibujos guitarreros y secciones de cuerda que nos traen a la memoria lo puesto en práctica en cortes como «Moonlight Mile», da paso a «Can You Hear The Music», que es con mucho la canción más extraña -por lo novedoso en su sonido- de cuántas componen el disco: Nutrida de influencias jamaicanas (no en vano el album fue grabado en Kingston), abre una senda que con el tiempo ganará en hondura en el cancionero del grupo.
Finalmente, clausurando el trabajo, «Star Star», número vacilón, ensamblado a la usanza de Chuck Berry y con un Jagger poseído aullando por recuperar los favores de una contumaz cazadora de celebrities, termina por poner un broche de los más marchoso y festivo a un album en el que predominaban con mucho las texturas opuestas.
No era fácil la posición de «Goats Head Soup», desde luego: La del trabajo notable que sucede a la obra maestra, insuperable por defecto; La buena colección de canciones cuyo recuerdo queda paliado, salvo rara excepción, por el cegador brillo de su producción inmediatamente anterior. Con eso y con todo, y áun haciéndonos cargo de que su contenido no llega al nivel del de sus hermanos mayores, continúa mostrándonos a una banda en un envidiable estadio creativo, capaz de trabajar con una paleta musical cambiante y en constante expansión, reluctante a toda forma de estancamiento sónico y, lo más importante, obteniendo resultados reseñables.
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