Resulta llamativo que The Rolling Stones fuesen una de las pocas bandas británicas que consiguieron sortear la ola de pretenciosidad que afectó a sus compañeros generacionales: Obras conceptuales, dípticos, operas rock, trípticos y alter egos parecían dominar la acción durante los primeros 70’s dando lugar, por supuesto, a alguna que otra obra maestra, pero también a surcos y más surcos lastrados por una presuntuosidad algo forzada que chocaba frontalmente con los principios básicos del rock and roll.
Digo esto porque «Exile On Main St.» es, entre otras muchas cosas, lo más parecido a un album conceptual que jamás grabaron los stones y, a su vez, no podía estar más lejos de los ingredientes que suelen verse asociados a ese tipo de producciones.
Facturado en un lapso de tiempo que abarcó casi dos años, a caballo entre la Costa Azul y Los Angeles; fruto de unas sesiones maratonianas en las que no existía concepción del espacio tiempo; nutrido por una pléyade de colaboradores que raya lo inabarcable, «Exile On Main St.» pasa por ser la obra homérica de la banda: Un doble elepé de hechuras cuasi míticas, inmarcesible, cuyas cuatro caras se ven atravesadas, he ahí el concepto, por todo el background que la banda había atesorado desde que, parecía una eternidad, empezasen a rodar.
Podríamos hablar de rock and roll. Y de blues. De country, folk, garage, gospel, soul y rockabilly. Daríamos algunas pistas, pero no avanzaríamos casi nada. Todo ha sido moldeado, deconstruido, tras incontables jornadas de trabajo hasta crear un código nuevo, férreamente anclado en los géneros pero resistiéndose a mostrar sus mimbres.
Pese a las formas clásicas, del fondo no se conocían precedentes: ¿Quién había hecho, hasta la fecha, algo cómo «Rocks Off»? rock and roll atómico, explosivo, fresco e inoxidable, al igual que su mixtura de rock de los 50’s y maneras protopunks en «Rip This Joint».
Una sudorosa relectura de «Shake Your Hips» de Slim Harpo entronca con «Casino Boogie», humeante número blues de basamento abstracto que precedía al cierre de la primera de las cuatro caras -palabras mayores- «Tumbling Dice»: Fresquísimo corte, lleno de groove y arropado por coros souleros.
La segunda cara era la más marcadamente afecta a tesituras acústicas, como pone de relieve la inicial «Sweet Virginia», procedente de las sesiones de «Sticky Fingers» y que, al igual que «Dead Flowers» en aquel, muestra hasta donde habían sido capaces de llevar su bagaje country; «Torn And Frayed» , turbulenta historia de problemas en gira, no sabemos hasta qué punto autobiográfica, no hace sino confirmar ese extremo. «Sweet Black Angel», otro exquisito número acústico da paso a uno de los picos de intensidad objetivos del trabajo, «Loving Cup». Increíble lo del grupo aquí, la manera en que mixturan sus influencias, en que consiguen llegar al paroxismo (con un Jagger desgarrando sus cuerdas vocales) sin perder el toque de elegancia gospel que sobrevuela el tema.
«Happy» potente número ensamblado casi en solitario por Keith Richards, todo energía y positividad, abre la tercera cara del album a base de rock and roll a carta cabal dando paso a un tramo más marcado por su manera de reinventar el blues, ya sea en su vertiente más anfetamínica («Turd On The Run»), reposada («Ventilator Blues») o aliñada con jungle music y coros soul (la jam «I Just Want To See His Face»).
Vuelve a perfilarse alargada la sombra del gospel (que revolotea en torno a alguno de los momentos definitivos de la obra) en «Let It Loose», donde la decadente villa de Nellcôte tomaba visos de convertirse, al menos por unos instantes, en una iglesia evangelista en fiesta de guardar.
La cuarta y última cara abre fuego con «All Down The Line», rock and roll eminentemente stoniano, cuyos postulados habían quedado de sobra establecidos en su anterior rodaja; «Stop Breaking Down» (original de Robert Johnson) todo contención y chulería, conducida por serpenteantes riffs en Open-G cortesía de Mick Taylor precedía a una de las esquirlas más preciosas del elepé, «Shine A Light».
Procedente, al igual que otros highlights indiscutibles del redondo («Loving Cup», «Let It Loose») de la honda impresión que causaron en Jagger sus primeras visitas a iglesias gospel del sur de los Estados Unidos en compañía de Billy Preston, estamos ante uno de los momentos definitivos de la producción de la banda, rebosante de una solemnidad y un feeling indescriptibles.
«Soul Survivor», propulsada por colosales riffs y explosivos coros se encargaba de clausurar un album monumental, de dimensiones épicas, poseedor de una estatura y un fondo conceptual prácticamente inalcanzables.
Es valioso el legado de «Exile On Main St.». No sólo por su valor musical intrínseco, prácticamente incalculable, sino por la enseñanza que su concepto encierra: Se podía llevar al rock and roll un paso más allá sin necesidad de recurrir a minutajes imposibles, intrincados elementos cohesionadores o resortes avant-garde; The Rolling Stones, en un proceso en apariencia menos pretencioso pero quién sabe si más arduo, llevaron su música al futuro mediante un proceso de alquimia de influencias, de buceo en sus raíces y de plena libertad creativa sin cortapisas que galvanizó en la creación de una de sus obras más celebradas. Nada más y nada menos.
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