Con razón presagiábamos un gran disco de Rival Sons. Los adelantos eran eléctricos , explosivos y añejos; eran exquisitos. Hablamos de una formación que crece disco a disco, siempre dentro de esa amalgama de estilos clásicos como el soul, el blues y el rock n’ roll, enfundados en una producción descaradamente forzada al estilo de épocas pasadas. Poco cambia en Great Western Valkyrie: misma banda, mismas ganas y en la misma salsa. Más experiencia, también.
«Electric Man», «Good Luck» o «Secreet» son canciones que parecen haberse reducido a lo más sencillo. Ni riffes complejos ni acordes poco usuales. Nada de cambios de ritmo repentinos, ni crescendos. Tampoco letras poéticas. Los temas son tan directos que apuñalan, tan pegadizos y sencillos que te marcan como ganado. Y funcionan tan bien porque, con buenas composiciones de base, los músicos tocan como ante miles de personas, con la seguridad de las leyendas; maquillados, también, con pomposa producción a la que no cuesta acostumbrarse.
Por encima de todo, asombran Jay Buchanan, sus tics y sus pulmones. Su forma de cantar es un sube y baja de falsetes, gritos, susurros y potentes pronunciaciones. Nada entre el amasijo de electricidad y metales como pez en el agua, siempre asomando algo más que la aleta sobre el resto. Y debe ser difícil hacerlo cuando te rodea una bestia de la batería como Mike Miley, muy Keith Moon él, el bajo de un David Beste al que nada ensombrece, bastante protagónico, y el saturadísimo hacha de Scott Holliday cuyo sonido se asemeja al de los truenos veraniegos.
También funcionan bien en tempos relajados y desarrollos instrumentales más extensos, que no demasiado complejos, como en la épica «Where I’ve Been», donde Buchanan explota gran parte de su potencial. ¿Os imagináis a una Janis Joplin masculina? Pues algo parecido. Sin embargo, por mi parte se llevan un tirón de orejas por meterse en camisas de once varas de las que no salen del todo indemnes. Sospecho que voy a tener que escuchar muchas veces «Destination On Course», ese tan «influenciado» por los Floyd pre- Dark Side Of The Moon, para encontrarle el punto. Y es que, finiquitar un disco tan intenso con 7 minutos de flipe sesentero poco espontáneo, no es lo que yo considero un climax hard rockero.
¿Lo mejor? Volver al inicio y reventar el equipo de casa con «Electric Man» y todo lo que viene detrás («Good Things»… ¡joder!) una y otra vez, porque, atended, estamos ante uno de esos discos que crean adicción. También lo eran sus anteriores, pero id a saber por qué, con este me lo he pasado aún mejor. Más que un viaje en el tiempo, es un traslado casi directo de lo antiguo a nuestros días, bien hecho, natural en su mayoría y muy, muy divertido.
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