Ahí estamos todos, esta imagen es —más o menos— lo que se llama humanidad. A veces, sin darnos cuenta, pensamos en los demás como si fueran de plástico: nos basta, sin embargo, ver durante unos momentos cómo andan las personitas para ponerlas —y ponernos— en su sitio, en su condición, en su historia.
Se mueven con garbo y sigilo, como si fueran pequeñas panteras atareadas; y aunque dejemos de mirarlas siguen ahí; extrañamente fieles a ellas mismas, cruzan la pantalla una y otra vez: anónimas, indocumentadas, insignificantes.
Caminan casi con prisa, como resueltas, como si llegaran tarde a algún lugar donde alguien las esperase, pero no es así; a las personitas que vemos no las impulsa la urgencia del amor, ni el deseo del amor, ni la búsqueda de más libertad, simplemente van a cualquier sitio o vuelven de cualquier sitio: no hacen una verdad, sino que hacen recados, encargos, gestiones, negocios, que son por completo innecesarios, pero las personitas tienen que sentir que esta mañana se han levantado por algo importante que no admite postergación, ni siquiera retraso, porque creen que el mundo entero correría peligro si no se preocupasen de llegar a tiempo al mercado, al dentista, a la floristería, a las rebajas de verano, al funeral del tío Roque, a quien no veían desde la más tierna infancia.
Las personitas nos parecen, ante todo, entrañables, pero es solamente porque no las conocemos, porque nos interesan sólo como un entretenimiento visual que nos permite creer que la humanidad es simple, sencilla y con un poco de prisa.
A veces, las personitas recuerdan hacia el futuro, con la punta de los dedos, como si fueran ciegas de nacimiento, o como si volvieran de ellas a ellas mismas, sin pasar por Puerto Príncipe. No las vemos en la mitad en sombra de su vida, allí donde tienen sus piedras tristes, ni las vemos en uno de esos momentos en los que no saben si sus relojes corren hacia delante o hacia atrás, ni tampoco las vemos cuando solamente se sienten crueles o aborrecibles o tontamente normales, viviendo en la claridad de la conciencia, tan confusa.
por Narciso de Alfonso
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