Ay, balconcillos, balconcillos. Aquí mismo, una fría mañana de invierno, oí contar
lo que dicen que dijo pessoa, con esa capacidad de visionario ciego que tenía, con ese
atrevimiento para poner palabras a lo que no las admite, a lo que no tiene nombre:
‘levanto la cabeza desde mi vida anónima al conocimiento de cómo existo.
Y veo que todo cuanto he hecho, todo cuanto he pensado, todo cuanto he sido,
es una especie de engaño y de locura. Me maravillo de lo que he conseguido no ver.’
He elegido un apunte breve y no demasiado brillante, no es mi intención asustaros ni
asustarme (todavía). ‘Espero, pues, asomado al puente, que se me pase la verdad,
y que me restablezca nulo y ficticio, inteligente y natural’, sigue diciendo el bueno de pessoa,
comenzando ya, tal vez, a provocarme pequeñas descargas eléctricas en la base
de la médula espinal que, al ascender, me obligan a erguirme e incluso a ponerme de pie
de un salto.
Te lo aviso, te lo advierto con buena, con inmejorable intención: estos balconcillos,
especialmente algunos de ellos, no son lugares tranquilos como los bancos de una plaza
de barrio donde uno se sienta a ver pasar, a ver lo que pasa, donde casi siempre
hay niños jugando y, no lejos, sus madres, también jugando a ser madres, y el jubilado
que todavía está perplejo, que no acaba de entender la vida, ni el tiempo de la vida,
ni su lugar en el mundo, ni su función en la vida ni en el tiempo de la vida ni en el mundo.
Para subir, para asomarte a estos balconcillos, especialmente a algunos de ellos,
tienes que estar bien recastado en las contiendas, con los cojones negros del humo
de cien batallas.
El peligro, los peligros, no son exteriores: es mucho peor. De pronto, como una astilla,
como un hueso de pollo, pueden atravesarse en tu garganta –metafísica- y comenzar
a asfixiarte. Tal vez al principio sólo sea una incomodidad, un algo, como esas sensaciones
inciertas que nos hacen carraspear, aclararnos la garganta porque tal vez, porque parece que,
porque es como si. Y quizá esa simple –e incierta- sensación se mantenga en el tiempo,
en los días de la vida, a veces muy atenuada y casi desaparecida o desapareciendo;
otras veces recrudeciéndose como si toda tu garganta estuviese en carne viva –y tal vez lo está-.
Buena parte de los tipos que puedes ver desde estos amenos balconcillos se la jugaron,
se jugaron la vida por escribir lo que ahora estás leyendo, muchos de ellos por hacerlo
con precisión, buscando la realidad o la verdad o alguna forma de fidelidad; queriendo,
intentando agarrar al ser por las orejas, por las solapas, sacudiéndolo para hacerlo cantar
de una vez. Muchos de ellos rompiendo en pedazos el habla, el discurso, la sintaxis;
quebrando las formas de decir aunque sus amigos y su familia y sus vecinos los miraran
con extrañeza y desprecio, los miraran preguntando para qué, para qué, paco, para qué, manolo,
por qué no te casas y te compras un coche y una casa y tienes hijos y trabajas en algo decente,
por qué.
Como otros muchos, posiblemente como tú mismo, estos tipos se sintieron, se sienten desbordados,
sobrepasados, inermes e impotentes ante demasiadas cosas. Pero no quieren encontrarse
a sí mismos, al final, suspirando y asustados, o llenos de argumentos racionales y medio falsos.
Desde uno de los más altos balconcillos puedes ver y escuchar al bueno de artaud (tranquilo, antonin,
no estás solo, yo te entiendo, creo que te entiendo): solamente tiene palabras inventadas frente
a la urgencia (apremiante) de una necesidad (explosiva): la necesidad de suprimir la idea y su mito
para poner en su lugar la manifestación (trotante) de su noche interna, de la nada interna de su yo que,
aún siendo noche, nada, irreflexión, (también) es la (explosiva) afirmación de que (todavía) hay algo
a lo que todo este endemoniado engranaje alienante puede ceder: su cuerpo. Tranquilo, antonin,
no estás completamente solo porque yo te entiendo, creo que te entiendo.
Suban, si les parece. Claro que yo no respondo si bajan echando sangre por boca y narices.
Bueno, bien, se trata de nicanor, bastante bocazas, y se refiere a su (poética) montaña rusa,
que acaba de instalar. No es para tanto, créeme, lo peor de todo es la total ausencia de esperanza,
nos lo dijo bukowski cuando vivía hacinado en los catres de la pensión con 56 hombres que fueron
niños algún día: ¿qué les ha pasado? Y sigue, sigue preguntándose: ¿qué me ha pasado a mí?
Mmmm, al tipo no le gustaba echar balones fuera.
Adivina adivinanza: cuando llega, el paisaje escucha las sombras; cuando parte, es como
la distancia en la mirada de la muerte. Un detalle: las sombras contienen el aliento.
De los diferentes tipos de muertos, prefiero sin duda a los que acercan su oído de arena
a los vientos nocturnos esperando escuchar su nombre en boca de otros muertos. Creo que
procesan de igual manera los olores y las provocaciones. Los intuyo cartesianos, autómatas,
moribundos (sí, moribundos), cordiales, espléndidos. La serie de sus órganos les ha extinguido
el alma, su maquinaria da silbidos técnicos, suelen pasar la tarde en la mañana triste y se esfuerzan,
palpitan, tienen frío.
por Narciso de Alfonso
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