«El ser y la nada» de Jean Paul Sartre fue la obra filosófica más importante del existencialismo francés y, precisamente, con la palabra «nada» comienza uno de los dramas, tal vez el más importante y sin duda mi preferido, de esta corriente de pensamiento, fundamental para comprender el siglo XX. Los patricios buscan a Calígula pero «nada», no aparece por ningún sitio, desolado por la muerte de su hermana y amante Drusila. Cuando regresa de su exilio interior el que ha sido un emperador amable, un artista y poeta se convierte en un abyecto tirano, un amargado obsesionado con lo absoluto que descubre que «los hombres mueren y no son felices», por lo que empieza una escalada de terror, pervirtiendo los valores, asesinando, rechazando el amor y la amistad para llegar a la conclusión de que la libertad no es buena y por lo tanto situarse por encima del bien y del mal. Todo con una lógica absoluta. Implacable. Como en el espeluznante diálogo con Quereas que comienza con la frase de Calígula: «-¿Por qué no me quieres?- y la respuesta de Quereas: «-porque no hay nada de amable en ti-« y que tras una pugna dialéctica donde su amigo se enfrenta a la horrible lógica del príncipe que acaba haciendo una equivalencia entre el bien y el mal y la respuesta de Quereas: «-Lo sé, Cayo, y por eso no te odio. Pero eres molesto y tienes que desaparecer-«.
Todavía recuerdo el «Calígula» de Tamayo, con un Luis Merlo como trastornado emperador romano. Fue en el Teatro Bellas Artes de Madrid hace más de veinte años y desde entonces no había podido volver a ver representada una obra que cambió buena parte de ver la vida, por entonces era un joven estudiante de filosofía que acababa de leer no hace demasiado «El extranjero» o «La peste» de Albert Camus o «La nausea» de Sartre. Una oportunidad excepcional de encontrarme con el joven que una vez fui, todo lleno de deseos, pocos cumplidos y demasiados perdidos y olvidados, aunque nunca llegué a la amargura de Calígula. Y encima en un lugar tan especial como el Teatro Romano de Mérida, uno de esos sitios donde todo amante de las «tablas» debe visitar por lo menos una vez (en mi caso, intento ir a alguna representación cada temporada veraniega) y que engrandece a un drama tan increíble como éste.
Cuidada producción que respeta el original, aportando cosas nuevas como la representación de Venus, con un Calígula travestido de David Bowie presentado por el «Joker» de Batman y «La máscara» o un corifeo que se trasmuta en varios personajes y que ofrece a Mario Gas la posibilidad de elaborar una dramaturgia complicada, sintetizando los cuatro actos y con una puesta en escena que desarrolla los cuatro actos sin interrupciones. la escenografía de Paco Azorín es eficaz, colocando en el centro un gran cuadrado inclinado lleno de lo que parecen tumbas, o salidas de un vomitorio que para eso estamos en Mérida, usadas como nicho o como sauna y que ofrece al reparto la posibilidad de situarse en varios planos, lo cual otorga a la representación una curiosa perspectiva. Un reparto que cumple a la perfección sus roles, encabezados por Pablo Derqui, que borda un papel complicadísimo y que habrá que seguir pues me ha parecido soberbio declamando, con una cadencia de voz impresionante y que encarna a la perfección al tirano, un antihéroe que hace todas sus fechorías siguiendo su estricta lógica, no un loco al uso, un enajenado borracho de poder. Excelente al resto del elenco donde el Helicón de Xavier Ripoll tiene varios momentos de lucimiento, sobre todo en la primera escena con Calígula donde le promete la luna, la Cesonia de Mónica López, el Quereas de Borja Espinosa, el Escipión de Bernat Quintana y el corifeo de Pep Ferrer, Pep Molina, Anabel Moreno y Ricardo Moya. Juntos consiguen que durante dos horas el espíritu de Camus fluya en este 2017, donde el mundo está mejor que en el 1945 cuando se estrena la obra, aunque sus responsables han dado una importancia brutal a la economía y así vemos a Calígula empeñado a esquilmar a ricos y pobres, saquear las arcas del estado, obligar a los patricios a entregar sus riquezas o a los ciudadanos visitar sus burdeles para mantenerlos «a flote». Una idea que queda bien reflejada, como no presentar a Calígula como un enajenado con «risa de loco», sino como un tipo amargado que todo lo hace siguiendo una estricta lógica. Abyecta pero lógica, que incluso le lleva a preparar a sus asesinos, en un heladora escena que tras matar a Cesonia, espera tranquilo como se acercan por los flancos del cuadrado escénico, mientras suenan los acordes que compuso Giorgio Moroder para «El precio del poder» de Brian De Palma cuando van a matar a Tony Montana, esperando la ejecución y en el último hálito de vida gritando aquello de «-Todavía estoy vivo-«. Recomendable obra en un montaje que estoy seguro que gustará y que demuestra el talento escénico de Mario Gas, del que hablé no hace mucho por la reposición de la ópera «Madama Butterfly» en el Real de Madrid.
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