Vi este montaje de «Madame Butterfly» en su estreno en 2002 cuando era abonado al Teatro Real de Madrid. Se estrenó en un año donde Jesús López Cobos tomaba posesión de su puesto de director musical tras el fallecimiento de Luis Antonio García Navarro y coincidió con un final de temporada inolvidable, pues tras la obra de Puccini llegaba «El oro del Rhin», primera de la inmortal tetralogía wagneriana, única vez que se ha representado completa, tras la reinaguración en 1997, en el coliseo madrileño, con dirección músical de Peter Schneider y escénica de Willy Decker. Curiosamente, ambas producciones compartían un planteamiento parecido; Decker proponía un «Anillo del Nibelungo» donde un mar de butacas permitía a Wotan observar lo que sucedía con las ondinas y Alberich como mero espectador mientras que en la tragedía «belcantista», Mario Gas ofrece el rodaje de una película de los años 30 que parte de la historia de «Madame Butterfly», lo que convierte al equipo que graba también en espectadores.

Un montaje inteligente que conseguía acentuar los pasajes del drama y que se convirtió en un enorme, y merecido, éxito. Tanto que se repuso una década después y en éste año como uno de los títulos destacados. No es de extrañar, pues en estos tres lustros que han pasado desde su primera representación, la idea no ha perdido un ápice de interés ni ha envejecido nada mal y desde luego que parece un acierto utilizar antiguas producciones que hayan funcionado en el pasado, ya que esto abarata el presupuesto de la temporada pudiendo acometer proyectos más ambiciosos en el futuro. Y encima visualmente es arrollador, con la proyección de lo que sucede en escena en una pantalla en blanco y negro encima de la caja del escenario y un único decorado; una plataforma giratoria donde se encuentra la casa de Butterfly y donde se desarrollan los crueles acontecimientos, pues todo lo que sucede es de una crueldad extrema. El argumento es de sobra conocido y se remonta al contrato matrimonial que firma el teniente Pinkerton, de la armada americana, con una geisha de quince años llamada Cio-Cio San, por el cual el estadounidense puede abandonar a la joven cuando él lo desee. La nipona reniega de su familia y religión dando validez a la unión, desencadenándose el drama. Durante los tres actos vamos viendo la evolución de Butterfly de ser poco más que una niña idealista e inocente a comprobar de «primera mano» la amargura y elegir su triste destino y Pinkerton de ser un aventurero que aprovecha las ocasiones (como canta en el primer acto) a un cobarde al que pueden los remordimientos. De hecho, Mario Gas ha cambiado el final y Pinkerton no aparece para intentar salvar a su esposa japonesa, aunque llegue tarde sino que Cio-Cio San se practica el «harakiri» sola con su hijo en segundo plano despidiendo con una bandera estadounidense al barco que zarpa. Un final bello en su patetismo que se suma a la escenografía majestuosa de Ezio Frigerio que es todo un compendio de buen hacer y de brillantes ideas.

En cuanto a la parte artística, en el 2002 la soprano protagonista era la gran Daniela Dessi, una especialista en las óperas «belcantistas», una cantante enorme que no en vano fue la primera occidental en ejecutar esta obra en Japón. Hoy nos quedan sus grabaciones, pues, por desgracia, falleció el pasado 2016. Llegar a un nombre como ese está al alcance de muy pocas voces, así que es complicado soportar la comparación para la albanesa Ermonela Jaho, a la que se nota otra especialista en el repertorio italiano, y aunque su voz no llegue a los límites de la Dessi, su interpretación fue honesta, con varios momentos de lucidez, merced a unos recursos actorales fantásticos, que ayudaron a ver la evolución de su personaje. Jaho estuvo bien secundada por la Suzuki de Enkelejda Shkosa y por el Pinkerton de Jorge de León, un simpático Goro  de Francisco Vas y los convincentes Sharpless de Ángel Odena y un tío bonzo de Fernando Radó. No es que fuese un elenco vocal para la historia pero cumplieron sus papeles en una ópera que por otro lado es muy agradecida, pues el público conoce bien las arias y los aplausos son seguros durante la representación. Lo mismo sucedió con la batuta de Marco Armiliato, que sin llegar a enamorar llevó sin dificultades a la Sinfónica de Madrid a «buen puerto». Por cierto, lo mucho que ha mejorado esta orquesta desde mi primera temporada de abono en el Real, la lejana 98-99, que comenzaba con un espectacular «Aida», en un colosal montaje de Hugo de Ana.

by: Jose Luis Diez

by: Jose Luis Diez

Cinéfilo y cinéfago, lector voraz, amante del rock y la ópera y ensayista y documentalista con escaso éxito que intenta exorcizar sus demonios interiores en su blog personal el curioso observador

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