Se dice (¿pero quién lo dice?) que para ser poeta son necesarias dos condiciones —posiblemente más, pero ahora hablamos de actitudes, más que de aptitudes—.
Parecen dos condiciones extrañas que —por decirlo así— casi ningún poeta toma en consideración. Y sin embargo, parecen ser de suma importancia para dejar establecido que uno es un poeta —y no cualquier otra cosa—.
La primera condición dice que el poeta debe decidirse a ser poeta. Bien, parece tratarse de un requisito formal más bien innecesario, pero por eso mismo podemos aceptarlo sin más. La segunda condición es más exigente y dice que el poeta nunca debe olvidarse de que en cada una de sus palabras, de sus versos o poemas, debe tener en cuenta, debe tomar en consideración el universo entero. En cierta medida y en cierto sentido es también una condición formal en la que no es preciso insistir, ya que puede pensarse que el poeta la lleva a cabo, la tiene en cuenta, de
manera cotidiana, cada vez que se detiene a poetizar o a escribir un poema.
Sin embargo, el hecho de que se trate de dos condiciones formales y, en cierta medida, innecesarias, no permite prescindir de ellas por completo, anularlas o ignorarlas como requisitos consabidos. Si no las vemos sólo como formalidades, sino que buscamos su reverso, parecen apuntar a aspectos no triviales de la poesía.
Así, decidirse uno mismo a ser poeta viene a indicar que personaliza su trabajo en el arte de la poesía, lo que no significa que deba reconocer públicamente como suyos todos los poemas que escriba o publique, ya que puede seguir siendo un poeta anónimo. No se trata, por tanto, de un compromiso con la humanidad, sino, si acaso, consigo mismo, o, más bien, con lo que significa atreverse a ser poeta: como el filósofo se compromete a buscar la verdad —sea eso lo que fuere—, el poeta se compromete a buscar la belleza —sea eso lo que fuere—.
Conviene quitarse de encima muchos prejuicios en relación con la belleza, lo que algunos poetas ya han iniciado: pienso, en concreto, en Baudelaire y en Ezra Pound, aunque hay otros varios ejemplos ilustres. Creo que es útil y válida la definición de la belleza como la verdad de la forma —y de nuevo: sean lo que sean tanto la verdad como la forma, que hay que evitar restricciones y, sobre todo, adoctrinamientos—.
La segunda condición es, al parecer, la que convierte a la poesía en lo que es, en poesía. Viene a decir que el poeta debe estar continuamente atento a las relaciones entre las cosas —los seres, los entes, los sucesos o acontecimientos, los intercambios y cacerías, los ataques y contraataques— del cosmos, del entero universo.
No se puede nombrar a una hormiga sin saber que se está concitando al universo entero. Pero el asunto no se trata de que nombrar a una mosca movilice toda la realidad —e irrealidad— que conocemos —y desconocemos—, sino que se refiere a que el poeta debe hacerse cargo de tales movilizaciones: tiene que saber reconocerlas y aprender a nombrarlas, aunque le parezcan ajenas a su trabajo: el poeta no se limita a nombrar lo que conoce y voluntariamente quiere nombrar, sino que —por ser poeta— debe saber que asistirá a realidades —e irrealidades— inesperadas, concitadas —o no— por él: y que ese es su trabajo de poeta: ante todo verlas, mirarlas, comprender que no le son completamente ajenas, y después, si sabe y puede, nombrarlas de una manera que se atenga a la verdad de la forma: a que la forma es verdad, y no una apariencia o un capricho o algo que sea dócil y pasivo: más bien al contrario: puede ser terrible, tremendo, peligroso, hasta el punto de que el poeta se niegue a seguir escribiendo poesía después de lo que ha visto o entrevisto.
Siempre ( ) esperamos al poeta que haya entendido esto, y que además sea capaz de llevarlo a cabo, especialmente en el modo de poema, de escribir poesía. Que se atreva a salir a la real irrealidad a ver lo que sucede, y decirlo después buscando la verdad de la forma de lo que ha visto.
Con estas dos sencillas ( ) condiciones, podemos contar el número de poetas contemporáneos con los dedos de una oreja —exagerar es el arma: dejémoslo en que podemos contarlos con los dedos de ¿las dos manos, de una mano?—.
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