A Vicky la están volviendo chinchorreta. El pollo que está al otro lado de ese teléfono, ha escuchado lo que decía uno de los muchachos en su canción —que era un platanero, y que no teníamos ni idea— y está pintando de azul los ojos, el pelo, los días de Vicky.
Está absorta en esa transfusión de pseudo magia por haberse dado cuenta de que lo que ella creía que era un plátano, es en realidad un teléfono y que los plataneros cuentan cosas grandiosas.
Si en realidad fuera un buen plátano sería azul por dentro al quitarle esa piel que sospechosamente carece de manchas negras, de motas que nos indiquen que ha perdido algo.
Al poeta le gustaría que el Destino le encontrara en lo alto de un poste de teléfonos. Quizá si oyera la conversación, le diría a Vicky que la belleza es difícil, no es fácil. Solo se entrega a sus mejores amantes. Y que si no se esfuerza y se empeña y pone pasión, habrá recibido cualquier cosa menos la belleza. Que lo azul ha de ser la sangre, el corazón, que es el prisma con el que el mundo se abre a los ojos como una mañana de agosto, fresca y pura. Inundada como un arroyo de agua helada con el sol reflejado en su lecho.
Como sencillo merodeador le recomendaría que fuese a la pelu, y quizá se encuentre con muerte, el barbero, y le diga que en realidad morimos todas las noches. “Es solo un momento, señorita”. O con ese otro peluquero que hablaba solamente con su tijera y tenía una colección de peines que la muerte envidiaba. Quizá así, Vicky entendería algo sobre el azul, sobre los plátanos. Ay, Vicky.
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