En esta ocasión visitamos otro de los “templos del arroz” en Valencia como es Casa Roberto, situado en la céntrica calle de Maestro Gozalbo. Un local fundado en 1986 por Roberto Aparicio, uno de esos cocineros que han estado toda su vida entre fogones y que en su restaurante busca la excelencia en el producto y mantener la esencia de la cocina valenciana. Encontrar mesa sin reserva es tarea harto compleja pues está siempre lleno, sobre todo en fin de semana pero es un lugar que nos habían recomendado unos cuantos amigos de la “Ciudad del Turia”.
Un pasillo con unos cuantos comensales en la entrada deja el paso a la cocina y al comedor del fondo donde teníamos nuestra mesa reservada. Vemos que la decoración de las paredes está repleta de fotos de los propietarios con sus platos y motivos valencianos, que unido a lo rústico del comedor parece que estemos ante una “casa de comidas” de toda la vida. De hecho, los clientes vienen aquí no buscando el refinamiento de la “nouvelle cuisine” sino platos y sabores que conocen y cocinados perfectos que otorgan tantos años de experiencia.
Como es obvio, teníamos que decantarnos por la paella valenciana aunque antes probamos algunos entrantes. Todo nos pareció bueno aunque los precios de los primeros sí se encuentran algo subidos de precio.
Comenzamos el ágape con una sepia con mahonesa, de esa curiosa forma que se prepara por estas tierras, servida fría tras la cocción. Perfecta de sabor y con una textura lo suficientemente dura para notar la calidad y frescura. Como debe, la ración es escasa para lo cobrado.
También seguimos con los productos marítimos con unos calamares a la romana también exquisitos donde no podemos decir nada malo.
El último acompañante fue una ensalada valenciana, con el inenarrable tomate como protagonista, acompañado por lechuga iceberg, cebolla, huevo duro, espárragos, bonito y, como toque original, mojama del Mediterráneo. Muy bueno el conjunto y acompañado por un aceite de cosecha temprana producido por el torero Enrique Ponce.
Tras la entrada llegaba el momento de la paella, maridada por un Ribera del Duero señero como es el Matarromera. Una combinación exitosa entre plato y vino. Ya que algunos comensales no son amigos de los caracoles, solicitamos en la reserva que lo preparasen sin ellos pero el resto se mantenía en este plato por excelencia; con el pollo y el conejo como aditamentos cárnicos y la bajoqueta, esa variedad autóctona de la judía plana, servida sin puntas y deshilachada como mandan los cánones de la paella y el garrofón, un tipo de alubia blanca, grande y plana que consiguen junto con el caldo que el conjunto sea excepcional. Estaba buena. Muy buena, aunque tal vez algo aceitosa pero ya se sabe que no siempre se consigue la perfección. De lo que nadie se puede quejar es ni de los ingredientes usados, todos de enorme calidad y del tamaño de la ración, pues dio para no quedarse con hambre. Comimos en la paellera pero de haber sido servida en platos se hubiese podido repetir.
A pesar de la magnífica comida decidimos completarla con un postre mientras digeríamos los alimentos y de entre su carta nos llamó la atención la crema valenciana, similar a la catalana pero algo más líquida y con aroma de naranja y azahar. Deliciosa, con una costra quemada por encima que le otorgaba un punto a favor y donde romperla con la cucharilla se convierte en uno de esos pequeños placeres culpables dentro de la cocina. Fue el colofón a un restaurante clásico, con buenos ingredientes y un sabor añejo pero que en los entrantes quizás esté pasado de precio.
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