Apologeta y profeta, en sus primeros tientos experimentales, de los postulados del jazz más vanguardista, junto a Charles Lloyd y Miles Davis —sin descuidar, con el paso del tiempo, el culto debido a la canción popular—, al tiempo que, paradójicamente, ultraortodoxo intérprete de la tradición clásica en la que se formó, Keith Jarrett (Allentown, 1945) es uno de los músicos multiinstrumentistas más prolíficos del siglo XX. Maestro sin par en el arte de la improvisación, excepción hecha de sus preceptivos excursos en música clásica —Bach, Mozart o Shostakóvich—, aúna en su discografía, como a pocos alumbrados les es dado, el privilegio de grabar cuanto crea al vuelo, sin previa hoja de ruta, con el reverencial tratamiento que dispensa a los clásicos de la música popular.
Wolfgang Sandner nos brinda, por fin, el esperado salvoconducto a las celosamente custodiadas entrañas del artista; de cuya vida poco sabíase hasta la fecha. Su tiempo le llevó hacerse acreedor a la confianza del pianista, pero pudo regalarse largas conversaciones en los cuarteles de invierno de Jarrett y congeniar, además, con los que forman parte de la constelación artística y personal del genio. Desde su irrupción en escena cual niño prodigio, contando apenas siete años, a su posterior adiestramiento con los New Jazz Messengers de Art Blakey y a su ulterior reclutamiento por algunos de los más grandes del jazz contemporáneo, Sandner nos conduce por el camino de la deslumbrante consagración hasta la plácida madurez que sonríe al artista, próximo ya a su septuagésimo aniversario, sin obviar las dolorosas pérdidas, ni las múltiples vicisitudes, con las que tuvo que lidiar —y que le mantuvieron apartado de los escenarios durante largo tiempo—.
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