Basada en un best seller titulado «El extraordinario viaje del faquir» de Romain Puertolas, nos llega ahora su adaptación cinematográfica. Un producto entretenido para combatir esta ola de calor que azota la geografía hispana en estos momentos. Una historia, de esas «bonitas» y de buenos sentimientos, donde se nos narra la vida de un delincuente de poca monta en Bombay que tras la muerte de su madre y en busca de su desconocido padre viaja a París donde se enamora de una chica «a primera vista» en una tienda de Ikea. A partir de ahí comienzan una serie de catastróficas desdichas que le convertirán en inmigrante ilegal, acompañante de una estrella de cine o millonario recorriendo Inglaterra, España, Italia, Francia o la India para descubrir la verdadera riqueza. Cinta donde todo lo que sucede se encuentra supeditado al discurso, de tal manera que lo que se cuenta es sólo una excusa para intentar explicar el alma humana y la bondad que tienen todas las personas y que no pueden mostrar por la falta de dinero, luego la culpa de las acciones humanas deplorables se debe al sistema y no a la libertad individual. Por ello, los simpáticos son los «rateros» que roban turistas, los taxistas que estafan clientes, los inmigrantes ilegales o los niños que van a acabar en prisión por sus fechorías y los «malvados» son los ejes represores del estado como la policía o los ricos. Eso sí, todo se puede mejorar con diálogo, educación y una actitud positiva frente a los problemas. Y todo este «totum revolutum» «new age» se magnifica con una pizca de filosofía de autoayuda de corte oriental, ahora tan de moda.
Y como sucede con este tipo de largometrajes todo el guion se impregna de un tono cercano al «realismo mágico» como sucedía en otras producciones como (en menor medida) «El exótico Hotel Marigold» o (mucho más evidentes las similitudes) «Slumdog millionaire» o «La vida de Pi», contando hechos inverosímiles en contextos y situaciones de normalidad. El trabajo con el «libreto» de Luc Bossi es correcto aunque se nota el tono literario tanto en el tono lírico con el que acentuar las imágenes como en la división de los actos que parecen capítulos de un libro (que, por cierto, no hemos leído). Narrado en «flash back» desde un presente donde el personaje ha adquirido sabiduría nos traslada a un pasado lleno de peripecias y que sirve de viaje interior y exterior, ya que recorre muchos kilómetros y países diferentes para descubrir el sentido de su existencia aunque a diferencia de las películas antes citadas como referentes, su director Ken Scott se encuentra lejos como realizador de Danny Boyle o Ang Lee y lo que nos propone es un «divertimento» que no emociona pero que tampoco irrita. Se ve con agrado y se olvida con facilidad como sucedía con la sueca «El abuelo que saltó por la ventana y se largó», basada en otra novela superventas donde tampoco se podía negar el soporte en el que se basaba el filme. Y es que a pesar de ser complementarios, el séptimo arte y la literatura son lenguajes y códigos diferentes en el que uno domina la palabra y en el otro la imagen, por lo que trasladar uno a otro en un proceso complejo que ha conseguido obras maestras, nulidades fílmicas o entretenimientos pasajeros que en manos de grandes creadores se convierten en auténtica emoción y en la de artesanos en correctas producciones sin mayor recorrido.
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