Ya la quinta temporada daba síntomas de flaqueza pero nadie esperaba que la sexta iba a ser un fraude en toda regla. Habrá que decirlo claro: nunca se debió terminar una serie como «House of cards» así. Durante las dos primeras elevó la televisión a la categoría de arte y en las siguientes a pesar de no estar a la altura mantenía un tono notable. ¿Qué ha sucedido aquí? Es evidente que la pérdida de Kevin Spacey ha sido fundamental pero aun hay más. Parece claro que debían tener comprometido el rodaje porque de lo contrario no se entiende porque si has perdido a tu estrella y el absoluto protagonista de la serie, víctima del «me too» y del oscurantista veto ejercido por este nuevo grupo de presión que decide quien puede trabajar y quien no, según su conducta moral y no su talento, como sucedía con el «Código Hays» y los comunistas, lo mejor es dejarlo. Y es que como remate, el desenlace tampoco queda cerrado por lo que si les apetece podrían hacer una séptima… u octava o decimocuarta. Total, ¿qué mas da!.
Y es que el despropósito no llega solo por dar el total control a Robin Wright (a eso iremos más adelante) es que han eliminado a buena parte de los secundarios, así que ya no hay jefe de gabinete, asesores ni jefe de prensa. No hay lucha contra rivales políticos de entidad, salvo un mínimo con el presidente ruso, incluso vemos que el Petrov de Lars Mikkelsen ha perdido ironía y ese sentido caústico. A pesar del fichaje de Diane Lane y Greg Kinnear, sus personajes no trasmiten y en ningún momento se les ve como un problema mayor para un Claire Underwood desatada, que se convierte en una especie de Lady Macbeth asesinando o mandando asesinar a todo aquel que le incomoda. Y esa sensación de irrealidad es la que tiñe y baña toda la serie, ya que lo que vemos es una presidente de los Estados Unidos que encarna el mal absoluto pero que en cambio parece que a toda la población gusta aunque sin explicar bien por qué, suponemos que por nombrar mujeres a todo su consejo de ministros aunque ninguna desempeñe el más mínimo reproche a su taimada jefa, lo cual nos lleva a funestas reflexiones sobre el ejercicio del poder, pues un gobernante seguro de sí mismo suele querer tener al lado gente de valía que le ayude a lograr sus objetivos (así ocurría con Frank Underwood y sus capaces ayudantes) mientras que un mediocre necesita subordinados inferiores a él que le rindan pleitesía y alaben siempre aunque sus propuestas sean fruto de la improvisación, delirantes, irrealizables o enfrentes a la población. Se entiende un gobernante malo de carácter, pues la conducta moral para llegar a la cima es más que probable que sea cuestionable, pero nunca un inepto o incompetente, aunque sus intenciones sean las mejores es casi seguro que acabará dividiendo en dos o más facciones a sus súbditos o ciudadanos.
Poco salvable queda aunque debemos reconocer que la producción sigue estando bien realizada, con suficiente presupuesto pero las direcciones son más mecánicas y no podemos recordar ningún capítulo que sobresalga, ninguna secuencia que emocione e incluso su aportación feminista quede lastrada por el poco peso que se le da a ese nuevo equipo, mujeres sin voz ni voto que no hacen más que acompañar a su líder allá donde va. Y eso es imperdonable, casi tanto como el lamentable final que parece un híbrido entre una versión cómica de Hamlet (recuerdo una muy divertida interpretada por Javier Gurruchaga titulada «Obras completas de Shakespeare… abreviadas) y algún mal largometraje de asesinos en serie. Catastrófico.
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