Anna Calvi en persona es mucho menos imponente que en fotografía. De escasa estatura, nadie se fija en ella caminando por las abarrotadas calles de Zaragoza el día de El Pilar. Tampoco su indumentaria sobre el escenario es nada del otro mundo. Solamente sus zapatos de aguja de color rojo podrían llamar un poco la atención entre tanto mantón de jotera y demás vestidos regionales de medio mundo que se dan cita en la capital maña. Tampoco es, a priori, ni el lugar ni la fecha más indicados para la música de la británica. Un concierto en plena calle dentro de un programa triple es algo que siempre se ha de agradecer y más todavía si es gratis, pero la música de Anna Calvi me parece más apropiada para un recinto cerrado. Sin embargo, todas mis dudas se disipan cuando, pasada más de media hora sobre la hora prevista, Anna Calvi se sube al escenario de la plaza Mariano de Cavia. Vestida con una blusa roja (a juego con los zapatos) y un pantalón negro, Calvi parece recién salida de una máquina del tiempo que la ha traído directamente desde los años 80. Lo retro está de moda y el recital de los 80 va a durar más que los propios 80. Acompañada solamente por un batería y una teclista, Calvi arranca el concierto con Indies or paradise, de su último y excelente trabajo Hunter. Su Fender suena poderosa, Calvi parece poseída por el espíritu de Jimi Hendrix, pero cuando su voz entra en escena descubrimos que estamos ante una gran artista. Reconozco que en disco su voz me recuerda a PJ Harvey o Siouxsie, pero en directo no hay comparación posible. Más allá del posible hype, existe una cantante excepcional llamada Anna Calvi cuya personalidad y presencia en el escenario no dejan lugar a dudas. Como dice en alguna de sus canciones, ha venido a cazar y no está dispuesta a hacer prisioneros.
Calvi desgrana lo más florido de Hunter con esas joyas de pop pegajoso que son As a man, Don’t beat the girl out of my boy, Chain, Wish o Hunter. También recupera temas de discos anteriores como Suzanne & I. Calvi sorprende gratamente al respetable por el dominio de su voz y su guitarra. Ambas pasan del susurro al grito, lo suave y lo salvaje se alternan a veces en la misma canción. A pesar de lo poderosa de su voz, sus agradecimientos entre temas suenan casi inaudibles, como si reservara sus fuerzas para las canciones. Calvi se arrodilla, se desgañita y hasta acaba por los suelos. Con la guitarra bocabajo sonando en un acople infinito, Anna Calvi se despide. Han sido 50 minutos de concierto breves pero intensos y no exentos de belleza y furia a partes iguales. ¿Para qué pedirle más? Ya sabéis: lo bueno, si breve, dos veces bueno.
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