Sorprendente película este «Roman J. Israel, Esq», una historia que contiene un giro argumental bastante llamativo y que merecía mejor suerte en las nominaciones a los últimos premios Oscar pues solo consiguió la candidatura a mejor actor, por otro lado merecida, pues Denzel Wahington crea uno de esos personajes agradecidos de interpretar y con los que suele desplegar su habitual buen hacer. No es de extrañar que aparezca como productor en los créditos, ya que él es el absoluto protagonista. Tal vez demasiado. Y eso podemos entenderlo como un debe en la cinta, ya que el cine y la evolución del guion suele basarse en los secundarios que son los que suelen dotar de ritmo y apuntalar el carácter y personalidad del rol central. Un exceso de escenas que lastra el resultado final y solo los correctos Colin Farrell y Carmen Ejogo sirven de contrapunto a Washington.
Aún así, es un más que interesante largometraje en el que es difícil comentar sin contar parte de su sorpresa, que se produce aproximadamente a los tres cuartos de hora de un total de algo más de ciento veinte minutos. Un primer acto donde se nos presenta a un abogado especializado en derechos civiles, un hombre de enorme profesionalidad y una conducta intachable, que lucha hasta la extenuación por sus defendidos chocando con un sistema abocado a conseguir condenas, más o menos, ejemplarizantes sin necesidad de llegar a juicio. Todo desde un carácter progresista que no le diferencia de otros leguleyos que hemos visto en el cine que intentan justificar al delincuente frente a los tribunales, bien por el entorno, la sociedad u otras causas que exculpan, por lo menos en parte, la responsabilidad individual y cuyo mejor ejemplo lo podemos ver en la extraordinaria «Llamad a cualquier puerta» de Nicholas Ray, donde Humphrey Bogart defiende con vehemencia al joven asesino que encarna Sal Mineo. Pero, lo que parece un filme más de profesionales abnegados y comprometidos con «la lucha de clases» se transforma con tres pinceladas en una obra diferente que hace evolucionar y replantearse todo al experto en leyes, ya que su mundo se debilita al sufrir un primer revés en una asociación de derechos humanos donde da una conferencia al sufrir el rigor de una joven feminista por sus opiniones, luego un varapalo judicial al morir uno de sus defendidos al intentar pactar sin permiso y por último sufrir un robo con violencia en plena calle. En ese punto, todo cambia y comienza una nueva historia que recuerda a esa idea de inmoralidad que tan bien plasmó Woody Allen en su obra maestra «Delitos y faltas», y que repitió con peor fortuna en «Match point», donde se llegaba a justificar un crimen, con una inolvidable secuencia final entre Martin Landau y el propio Allen. Ese miedo del «hombre normal», íntegro a ser atrapado cuando comete algún acto ilegal se transforma en paranoia, en ser descubierto y que su acción no quede impune. Lástima que Dan Gilroy no llegue a la resolución del genio «neoyorquino» aunque su poderosa premisa no es vacía y está bien desarrollada, lo que hace que el Gilroy director pueda ofrecer una puesta en escena bien ejecutada y que no pierde interés ni ritmo en la totalidad de su largometraje. A ello contribuye, una excelente ambientación y una magistral fotografía de Robert Elswit que nos llevan a un Los Ángeles distintos, justo en plena «burbuja inmobiliaria», con edificios construyéndose por doquier, antiguos teléfonos móviles con tapa y el i-pod sustituyendo al walk man. Un idealista y honesto hombre que parece de una época anterior, visto su vestuario y peluquería y el color de la cinta que deja en buen lugar a Dan Gilroy, aunque desconcierte un tanto ese tono y el «cambio de rumbo» del «libreto». Tal vez, de la impresión de que puede contar más de lo que cuenta pero hay que aplaudir el intentar ofrecer un producto alejado de los cánones de lo políticamente correcto.
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