Se van acercando las fechas navideñas y con ello ciertos clásicos aparecen en las programaciones de los teatros y la pequeña pantalla, como la edificante forma de celebrar la nochebuena emitiendo «¡Qué bello es vivir!» de Frank Capra, costumbre que se va perdiendo en estos años donde cada vez hay más cadenas y menos películas interesantes (sobre todo si son en blanco y negro). Bien, volviendo a la escena, casi todas las temporadas en estos meses se suelen llenar de orquestas interpretando conciertos de Fin de Año, Navidad o Año Nuevo y compañías de ballet, sobre todo rusas y del este de Europa, bailando al ritmo del «Cascanueces» y «El lago de los cisnes», las dos inmortales obras que compuso Tchaikovski en la segunda mitad del siglo XIX.
He visto «El lago de los cisnes» en numerosas ocasiones, alguna inolvidable en el Teatro Real de Madrid como hace más de diez años por el English National Ballet, encabezado por Tamara Rojo y música en directo, pero lo habitual suelen ser producciones privadas, más o menos decentes, con música grabada y en sitios donde la caja del escenario no suele ser demasiado grande, por lo que se agradece que no se sature de «cisnes» las tablas, ya que al final parece que se pegan unos «tutús» con otros. Es lo que sucedió en esta ocasión, ocurrida el 18 de noviembre en el coqueto Teatro Principal de Puerto Real (Cádiz), tras el paso de la Russian Classical Ballet, una compañía que ha girado por España en repetidas ocasiones y que se encuentran inmersos en una gira por el sur de la Península Ibérica. Había leído críticas negativas a los bailarines pero, en esta ocasión por lo menos, hicieron un montaje más que decente de la obra del compositor ruso. Eligieron la versión de cuento, aunque prefiera la clásica, mucho más trágica, donde los enamorados acaban arrojándose al lago, esta es más positiva con el Príncipe Sigfrido y su amada Odette venciendo al malvado Von Rothbard. El triunfo del bien sobre el mal, del amor y el romanticismo sobre el rencor y la traición en dos horas con veinte minutos de descanso que como siempre pasan en un suspiro y con una puesta en escena sencilla pero eficaz, telones al fondo separando el interior del exterior del castillo y unas columnas de cartón piedra a los laterales y encima del escenario.
Apenas se complicaron y ofrecieron lo que el público demandaba ver, con la coreografía de siempre de Marius Petipa y Lev Ivanov. Hubo momentos interesantes como en la «danza de los pequeños cisnes», bien ejecutada o el «Grand Pas de deux» de la tercera escena, con otros momentos más incómodos con bailarinas yendo descompasadas con la música o empezando antes de tiempo y los dieciséis cisnes pegados unos a otros en la segunda y cuarta escena ( no quiero pensar lo que hubiese sucedido con treinta y dos cisnes como he visto en los montajes más ambiciosos de compañías estables). Aun así, resultado final correcto y buena forma de disfrutar del, tal vez, ballet más mítico. Eso sí, en cuanto a los nombres, no indicaban casi ninguno, salvo el de la directora Evgeniya Bespalova, autora también de los figurines, cosa que hay que alabar pues el vestuario resultaba vistoso y adecuado. En cuanto al público, sorprendente la cantidad de menores (sobre todo niñas) en el patio de butacas, que no pararon de aplaudir cada una de las veintinueve escenas y acabaron ovacionando con palmas por bulerías, como es costumbre en Cádiz.
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