Hoy día 21 de julio se cumplen 30 años del lanzamiento de uno de los discos fundamentales de la historia del hard rock, para bien o para mal. Seguro que volverán los corrillos de esquina de barra antes, ahora muros de Facebook clamando sobre si es un disco sobrevalorado o por el contrario, contando pasiones desatadas al ritmo de sus canciones. Yo soy de estos últimos, de los que en cierto modo, piensa que este disco que veía la luz en 1987 le cambiaba la vida para siempre. Si mi acercamiento al rock, al hard rock, al heavy metal fue principalmente por su sonido, también ese halo de peligrosidad asociada tuvo mucho que ver. No era sencillo amar el rock en los ochenta, menos aún siendo un adolescente y a veces, más de la cuenta, tenías que tener tus puños preparados, tus nudillos desollados. El triunfo del hard rock en la radio nos trajo grandes canciones, muy buenos discos, pero también un asimilamiento social que me confundía en aquellos días. Las fotos de aquellas bandas que mirabas eran la de buenos chicos con pintas de guaperas (aunque después fuesen unas bestias pardas de fiesta continua) y los estribillos facilones y bien construidos competían en las ondas con las power ballads de emociones contenidas.

No es que no me gustasen aquellas bandas, aquellas canciones, pero, algo no terminaba de cuadrar, yo no quería ser como Jon Bon Jovi, yo prefería recorrer en Harley el Sunset Bulevard, botella de Jack Daniels en mano y navaja en el bolsillo, como Nikki Sixx en el vídeo de «Girls, girls, girls». Por eso, descubrir «Appetite for destruction» fue como un bálsamo, como esa sobredosis de rabia que me volvía a cubrir de sueños y realidad a partes iguales. No fueron los únicos, a esa tanda tendría que unir los nombres de Rock City Angels, L.A. Guns, Junkyard, Dogs d’amour o Quireboys entre otros, pero Guns n Roses eran más que su música, eran una forma de entender el rock. Gente de la calle con sueños rotos que de pronto se hacían realidad y que no eran capaces de asimilar, porque  a fin de cuentas no eran más que un puñado de drogatas que de pronto tenían sus bolsillos llenos de pasta, mujeres, drogas y periodistas a doquier. Algo que no es fácil de digerir, yo estoy seguro que tampoco lo hubiese hecho, era más sencillo dejarse llevar y sentirse un dios.

«Appetite for destruction» no era otro disco más de hard rock de la época, aunque las influencias de Aerosmith, Hanoi Rocks, Motorhead y el punk estuviesen en cada surco, como ellos mismos reconocían y Guns n Roses no era una simple banda, era la combinación de cinco personalidades al limite de la colisión. Axl era ese tipo, capaz de ser dulce y retraído cuando cantaba «Sweet child o mine» o un macarra psicótico que te invitaba a base de hostias en «Welcome to the Jungle». Slash era la imagen del guitar hero, el yonki que cae simpático, la foto a colgar en las paredes que además era capaz de sacar magia de sus solos. Izzy el anti star, el chico tímido que preferiría compartir un porro en la esquina de aquel bar que aquellas fiestas llenas de glamour, el tipo que daba a la panda la autenticidad que al final todos les reclamamos. Duff era el punk dentro del rock, el tío con el que probablemente no te debías meter, la actitud y Steven era el buen tío, el que siempre estaba de fiesta, el que acabó tan perdido que a final fue sacrificado.

Las ventas los llevaron al olimpo, podría haber sido otra banda cualquiera, puedo enumerar de cabeza varias que también lo merecían, pero ellos son los que estuvieron allí. Me enamoré de esta banda con el «Appetite for destruction» y supe que no había vuelta atrás cuando una vez que me sabía ya de memoria el disco, vi en una vieja cinta de vhs grabado aquel directo en el Ritz, donde la mala leche que emanaba esa banda, es algo demasiado complicado de conseguir, repetir o rememorar. Tuve la fortuna de verles dos veces, Sevilla y Madrid, dos conciertos distintos, de una banda que comenzaba el amargo camino de la decadencia, pero que llevaba tatuado en la piel uno de los discos fundamentales de la historia del rock. No los he visto en la reunión, diversas razones se opusieron a un nuevo encuentro tantos años después. Han pasado 30 años, Axl ya no es el mismo, y parece que no solo de aquel vocalista pelirrojo de hace tres décadas, incluso de unos años atrás. El resto tampoco. Quizás tampoco nosotros lo seamos. Han pasado muchos días, muchas escuchas continuadas de este disco que suena otra vez (y las que quedan) mientras escribo esto y miro a mi alrededor pensando cuanto he cambiado aunque en el fondo, sonrío al ver que no tanto. Hemos dejado de bailar con «Mr Brownstone», y seguro que de vez en cuando recordamos a aquella «My Michelle». Pero ahora vivo en «Paradise City» y he perdido el miedo a montar en un «Nightrain». 30 años han pasado desde el lanzamiento de «Appetite for destruction» y cuanto hemos cambiado, o quizás no.

30 años del Appetite for Destruction, y cuanto hemos cambiado, o quizás no

by: Carlos tizon

by: Carlos tizon

Licenciado en el arte de apoyar el codo en la barra de bar. Comencé la carrera de la vida y me perdí por el camino, dándome de bruces con el rock and roll. Como no pude ser una rock star, ahora desnudo mi alma cual decadente stripper de medio pelo en mi blog, Motel Bourbon.

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