A finales de los años cuarenta Nicholas Ray dirigía «Llamad a cualquier puerta», un alegato contra las injusticias sociales, con un Humphrey Bogart que encarnaba a un abogado liberal que tenía que defender a un joven John Derek acusado de asesinar a un policía. La tesis consistía en culpar a la sociedad de la acción de la persona, exculpando en cierta manera la responsabilidad individual sometida al entorno y a las desigualdades económicas. Es cuanto menos curioso, que casi setenta años después se siga manteniendo el mismo discurso, pues «Guardián y verdugo» guarda un paralelismo manifiesto con la idea central del clásico antes mencionado, con la salvedad del resultado final pues la realización de Oliver Schmitz queda lejos de la de Nicholas Ray y por mucho que se anuncie en los créditos iniciales el «basado en hechos reales», la sensación de inverosimilitud tiñe todo el cuadro de esta producción sudafricana.
Lo que se cuenta en «Guardián y verdugo» es el caso sucedido a finales de los años ochenta donde un «muchacho blanco» asesinó a siete jugadores de un equipo de fútbol de raza negra por una discusión de tráfico. Un militante abogado en contra de la pena de muerte será el único que decida defender al tipo de una casi segura condena. Indagando en los factores externos, se descubrirá el horroroso trabajo como funcionario de prisiones en «el corredor de la muerte» donde ese año baten cualquier registro en lo que ejecuciones se refiere quebrando el estado mental de un «chaval» de diecisiete años que eligió ese trabajo para librarse de un servicio militar que conllevaba ir a la guerra de Angola. El problema reside en el enorme maniqueísmo con que se trata a todos los personajes y un guion irregular donde las acciones y diálogos en algunas ocasiones rozan la vergüenza ajena (por ejemplo,el momento en que el chico se derrumba a llorar desconsoladamente en el suelo por el ruido de la puerta de la furgoneta o la relación con su superior directo, un bigotudo fascista sin un ápice de empatía y compasión). Por desgracia esto lastra el resultado final y todas sus buenas intenciones, pues en su haber hay que decir que la cinta de Schmitz está bien contada y su hora y tres cuartos de metraje posee ritmo y no aburre, con una idea bien definida de narrar el juicio intercalando «flash backs» del trabajo del acusado en el interior de la prisión, junto con una encomiable labor actoral capitaneada por un estupendo Steve Coogan, uno de esos portentosos intérpretes británicos que valen casi para cualquier papel, ayudado por Andrea Riseborough como la competente fiscal y que consiguen que al final se consiga el aprobado.
Pero, eso sí, que poco han evolucionado ciertas ideas cuando se mantienen postulados de la primera mitad del siglo XX, teorías «buenistas» que intentan convertir a los asesinos en víctimas, culpando de todo a la sociedad occidental y las injusticias que genera. Modo de ver la vida muy en la linea de los posmodernos y de aquellos que creen como valores intocables la igualdad y la bondad intrínseca del ser humano. De ahí que el único garante de ello deba ser el Estado (con mayúscula) que se arroga las labores del progenitor o de Dios (también con mayúscula) para buscar nuestro bienestar y que no debamos preocuparnos por casi nada más que agradecer lo que se nos ofrece como dádiva. Forma de ver el mundo donde la libertad es secundaria, ya que implica mayor responsabilidad, y que convierte al hombre en siervo más que en ciudadano, en una eterna adolescencia. Lo sorprendente es comprobar como siempre que existe una crisis económica estas ideas suelen aflorar entre la colectividad. Y es que siempre es más sencillo culpar a otros de los males que nos afligen que encararlos o asumir la culpa, aunque con ello se llegue a nauseabundas aseveraciones como disculpar a una persona que asesine a otros inmisericordemente. Más que progreso caminamos hacia la regresión.
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