En 2010 el noruego André Ovredal sorprendía al mundo entero con “Troll hunter”, un imposible falso documental rodado “cámara en mano” sobre un grupo de buscadores de las míticas criaturas en el norte polar para destapar una conspiración gubernamental. Una historia “a priori” delirante pero que merced al buen oficio y al talento derrochado acababa siendo un producto más que aceptable. Ahora, más de un lustro después, vuelve a ofrecer un espectáculo con más cosas positivas que negativas, y que no en vano se alzó con el premio del jurado en el último festival de Sitges.
Mucho más académica en la puesta en escena que su predecesora, lo que ha intentado con esta producción es realizar una película de género. Crear terror con los elementos justos y ofreciendo un montaje lineal que va avanzando sin prisa pero sin pausa, como en un “crescendo” orquestal, consiguiendo con su ejecución técnica llevar “a buen puerto” el guion de Ian B. Goldberg y Richard Naing que es solvente pero algo esquemático. Ovredal decide utilizar una forma de rodar pausada, con planos eficaces y acertados. Necesita pocas localizaciones, ya que casi todo el metraje se rueda en el interior de una morgue, para crear miedo, con una presentación breve donde aparece el cadáver de la mujer desconocida, la posterior autopsia de la joven que se revela como un caso de difícil solución y las poderosas fuerzas resultantes por descubrir los secretos de la muerta que empezarán a crear el caos en la pequeña funeraria. Poco presupuesto pero bien usado, pues la operación es creíble y gracias a las explicaciones del forense podemos entender que está sucediendo. Una de las mejores cosas que tiene su “mise en scene” es el “tempo” narrativo, lo suficientemente tranquilo y sosegado para que todo vaya encajando poco a poco. Rueda con planos suaves y la narración avanza cadenciosa, recurriendo a algunos tópicos que una vez mostrados sabemos que van a ser importantes en su desarrollo, como, por ejemplo, las campanillas en el pie de un difunto, los espejos para ver el pasillo o el montacargas para subir y bajar finados. A esto se suma que la pareja protagonista es simpática para el espectador, cosa rara en muchas de estas producciones, donde no dejan de ser meros arquetipos, chillones, violentos y estúpidos. El padre y el hijo, interpretados de forma admirable por Emile Hirsch y Brian Cox son un padre y un hijo con los que uno puede empatizar. De hecho a pesar de la muerte de la madre, su viudo ni su retoño apenas lo comentan. No hay lastimosos lamentos ni nada parecido. Y la relación con la novia del aspirante a forense es normal y lógica, sin más problemas que los de la vida cotidiana, y así cuando tiene que ir a ayudar con el caso de la muerta sin identidad, ella lo comprende y quedan más tarde si el trabajo lo permite. Todo esto es de agradecer, como el hecho de sugerir más que mostrar, pues los efectos especiales están supeditados a la narración y mucho de lo que sucede se oye o se intuye, más que verse. Y cuando se muestra nunca sucede en su plenitud sino desde lejos, entre las sombras o dejando ver solo una parte de la anatomía de las monstruosas criaturas. Y allí, siempre allí, como el dinosaurio del cuento de Monterroso, el cadáver de la joven con su beatífico rostro como símbolo de lo desconocido.
Siempre he sido partidario de esa forma de filmar para crear angustia, ya que si se sugiere todo lo imaginaremos, creando en nuestras mentes las mayores abyecciones y horrores sobrenaturales, mientras que el hecho de mostrar a las horrendas bestias funciona bien en el “gore” más descarnado, que busca impactar con escenas desagradables más que asustar. Ovredal ha elegido darnos miedo y que pasemos un buen-mal rato con un largometraje que cumple con todos los cánones del género. Bien por él, aunque también acepte de buen grado las odiseas zombi y “carnicerías” de Lucio Fulci o las alambicadas muertes de Dario Argento. Solo es cuestión de saber que se quiere hacer. Y en ese sentido André Ovredal lo tiene claro. Nombre a tener en cuenta en el futuro.
0 comentarios