No he leído casi nada de lo que ha escrito Dan Brown, ya que cuando comencé “El código Da Vinci” tuve que dejarlo a las veinte páginas ya que no soportaba su estilo de frase-punto-frase-punto. Algo así como un SMS o un mensaje de Twitter elevado a la categoría de literatura. Eso me hizo recordar los tiempos ya pasados de adolescencia, cuando al leer “En busca del tiempo perdido” de Proust se me quitaron las pocas ganas de ser escritor, pues siempre tendí al séptimo arte, ya que jamás podría llegar a acercarme a un resultado similar. Dos estilos diferentes e incompatibles donde Brown sería una “nemesis” de Proust. Sin embargo, y a pesar de mis enormes reticencias a esta literatura de perfil bajo, siempre desde el punto de vista del abajo firmante, sí que he visto las versiones cinematográficas de las andanzas del profesor de simbología Robert Langdon, una especie de Indiana Jones moderno, enseñando su enciclopédica sabiduría en una universidad de prestigio alternándolo con sus aventuras descubriendo acertijos imposibles gracias a su sapiencia infinita y fabulosa inteligencia, siempre ayudado por una atractiva mujer mucho más joven que él, profesional de éxito y golpe políticamente correcto, no sea que se tilde al producto de machista, ya que parece que en estas obras solo vale la juventud y al llegar a cierta edad y convertirse en señora ya no es valida para acompañar a Robert Langdon a lo largo del orbe. Lo mismo que suele suceder en la industria o en la vida, pues no es de extrañar que al cumplir cierta edad y dejar de ser deseables para el gran público muchas actrices desaparecen sin dejar rastro o es destacable la gerontofobia en algunos sectores de la sociedad donde el anciano es alguien casi exterminable al que hay hasta que intentar su muerte y carga al sistema o laminarle el voto, llegué a escuchar a un importante responsable político español explicar que si hubiesen votado solo los menores de cuarenta y cinco años su partido hubiese ganado las elecciones.
Volviendo a lo que nos ocupa, las versiones cinematográficas de estas novelas son productos de fácil consumo y así “a vuelapluma” tengo que reconocer que a pesar de haber visto tanto “El código Da Vinci” como “Ángeles y demonios” apenas recuerdo unos pasajes de la primera, olvidando hasta la trama de la segunda. Lo que viene siendo una obra fácil de ver y fácil de olvidar. Son entretenidas, pasan cosas muy deprisa, nos llevan a lugares lejanos o exóticos (por lo menos para un estadounidense), hablan de secretos y acertijos en genios del arte y acaban bien. No tienen el sentido de la aventura de los largometrajes del famoso arqueólogo creado por Spielberg pero tampoco molesta su argumento ni desarrollo.
Este “Inferno” mantiene los mismos patrones y nos conduce desde Florencia a Estambul pasando por Venecia buscando un peligroso virus que va a exterminar a buena parte de la población mundial y que unas claves sacadas de “La divina comedia” de Dante y descifradas por el protagonista puede evitar el terrible suceso. La verdad es que todo lo que sucede en la cinta es inverosímil, desde la facilidad que tienen para entrar y salir sin ser vistos en edificios históricos con fuerte vigilancia hasta el recipiente que contiene la amenaza viral (una bolsa de plástico con un líquido rojo en su interior adherida a un pilar en una gran cisterna subterránea donde se está celebrando un concierto de música clásica con la orquesta tocando ¡en plataformas sobre el agua! Y es que todo en “Inferno” es un Mc Guffin hitchcockiano. Pero en el fondo da igual pues toda la verosimilitud se pierde en aras del espectáculo y David Koepp que es un hábil guionista que se mueve como “pez en el agua” en este tipo de historias utiliza todos los recursos del cine de acción logrando que las dos horas transiten sin altibajos ni aburrimiento, bien secundados por el resto del equipo encabezados por una edición que alterna el lineal y el paralelo, la fotografía de Salvatore Totino que juega con las luces y el color, la luminosidad de Florencia y Venecia de día con las sombras de los interiores de los edificios o de noches lluviosas en Italia junto a la mecánica pero acertada banda sonora de Hans Zimmer. Todos pilares en los que se sustenta el edificio que ha creado Ron Howard, con una puesta en escena sin riesgos, eficaz y muy en su linea, ya que desde siempre he considerado al director estadounidense como un “artesano”, que logra largometrajes sin elaborar nada demasiado arriesgado tanto en los planos como en la estructura, ya que incluso en esta o en su sobrevalorada “Una mente maravillosa” donde el guion pega saltos en el tiempo,él se limita a conseguir que su historia no se vuelva demasiado compleja y solo ofrecer la respuesta al final de los intercalados “flash backs”. Una forma lícita de llegar al “climax” aristotélico o punto de no retorno pero demasiado obvia a ojos del espectador algo crítico. Su dirección de actores también es académica y Tom Hanks hace de Tom Hanks, acompañado de un grupo de secundarios que solo sirven como aderezo o ayuda al héroe de la función. Eso sí, con una pulcritud, un academicismo y un sentido de la acción que hace que esta no decaiga y que el espectador pueda pasar una tarde entretenida. Lo cual es mucho y le hace merecedora del aprobado.
Lo que sí me ha dejado sorprendido es la idea de como acabar con la superpoblación en el mundo, pues la solución que tiene el millonario terrorista es acabar con un tanto por cierto elevado de personas en el mundo ya que al ser tantos nos estamos comiendo los recursos y debemos preservar a la naturaleza por encima de la humanidad. Un argumento radical que sostienen algunos ecologistas en privado, ya que en público intentan camuflar sus desvaríos genocidas en términos más aceptables . De hecho todavía recuerdo el día hace ya casi una década donde asistí a la presentación del documental de un amigo sobre el cambio climático en el Ministerio de Medio Ambiente. El caso es que tras ver la película se celebraba un coloquio con algunas personas con cierto peso y responsabilidad sobre el tema. Me sorprendió lo claro que tenían sus postulados y como ensalzando valores como la sostenibilidad o la imposibilidad de crear la suficiente comida para todos los habitantes insistían en reducir el numero de individuos que pueblan la Tierra. No pude evitar la pregunta a uno de ellos sobre cual era la forma de hacerlo: ¿suicidio masivo, limitar el número de hijos o el exterminio directo? No me respondió y solo me dijo que era un tema muy serio y que había que actuar, tras lo que se puso a citar el final de “El oficio de vivir” de Pavese; “-Solo un gesto-”. En ese momento le recordé como continua la genial novela del escritor transalpino; “-Solo un gesto, no escribiré más-” tras lo que se tomo los suficientes somníferos para acabar con su vida. Fin de conversación. Como se titula uno de los más bellos poemas del escritor transalpino y que se puede hacer una sencilla analogía con todos estos sujetos que intentan arreglar el mundo con su ingeniería social: “-Vendrá la muerte y tendrá tus ojos-”.
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