En Truman, Cesc Gay aglutina los mejores rasgos de su estilo: la contención dramática y la humorística, el costumbrismo y la encantadora representación de la vida de las personas normales por medio de actores dirigidos de no sé qué manera única.
He visto en Truman a uno de los mejores Darines de los últimos años, aquellos en los que el actor se ha mantenido en la cresta de su propia ola. También al mejor Cámara, sin duda. Nunca lo sentido tan cercano, tan normal. Como un vecino. Los abrazos, eso sí, se los daría todos al argentino. Es inevitable llevarse todos los vítores haciendo maravillas con el mejor papel de la cinta.
Y luego está el ritmo, el mismo que llevaría cualquiera que hace una escapada para visitar al amigo que vive lejos: un desayuno aquí, unas compras allá; acompáñame que tengo que hacer un recado; vamos a emborracharnos esta noche. Me lo creo todo. Y el guión, que salta del precipicio del drama al mar del humor en el más estricto sentido del verbo.
Truman no provoca el llanto a base de música lacrimógena a un volumen excesivo; lo provoca, en parte, por empatía con los protagonistas. Pero creo que, sobre todo, aquellos que se emocionaron en la sala que compartimos, se vieron reflejados en alguna de las discusiones, encuentros nostálgicos, despedidas o redenciones de ambos protagonistas. Son tan creíbles y están tan bien ensambladas en los cuatro días que dura esta última copa que es inevitable.
Aunque sólo lo haga durante los cinco minutos que tarda uno en salir del cine, Truman despierta una fuerte sensación de querer pedir perdón a aquellos a quienes has jodido alguna vez, aquellos a quienes decepcionaste. También, ansia de abrazar a tus cercanos. A la mayoría, se nos pasa, pero nuestro orgullo y ese acusado alejamiento emocional que hoy nos caracteriza, no debe ensombrecer el logro. Meritorio es.
Son muchas las cintas que nos recuerdan lo puta que es la vida, pero me cuesta recordar alguna tan sutil, cercana, bien actuada y, sin más, divertida.
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