Estoy seguro que tratar de innovar nunca ha sido fácil. Y acertar al hacerlo, menos aún. No es que yo abogue por ir a lo seguro, por viajar siempre con un paraguas en la mochila, con la dirección de la farmacia de guardia a mano.
Que digo, que si vamos a saltar al precipicio, que cojones, allá vamos. Pero si ni sabemos lo que vamos a encontrar abajo, al menos, sepamos como saltar. Vale, no seamos tan exagerados. Que no es necesario hacer saltar todo a la primera, pero si se pueden ir buscando cambios, giros, aportes… lo intentamos, pero amigo, primero muestra me que tienes talento y no te vas a embarcar en una aventura sin pies ni cabeza. Dicho esto, Matt y Ross Duffer, se meten de lleno en el mundo de supervivencias post apocalípticas e infectados, tratando y consiguiendo, salirse del guión establecido. Jugar con la claustrofobia de una familia (padre, madre e hija), encerrada en un búnker de esos que los americanos construían en los tiempos de la guerra fría, por miedo a un ataque nuclear, con todas las urgencias que se presuponen, como racionar comida y agua, y el plus del peligro que acecha en la superficie.
El hecho de que no se den más datos que los mínimamente necesarios para seguir el hilo de la historia, facilita y favorece que el espectador formule sus propias conjeturas.
La intranquilidad de la supervivencia se superdita a ese amor filial, que pone como primera y única prioridad de los padres, la protección de su hija. No quiero contar nada más, para evitar caer en el spoiler. Hay que destacar a los actores, sobre todo a la niña, Emily Alyn Lind, a la que ya disfrutamos en El exorcismo de Connecticut 2. La película no se pierde en recovecos innecesarios, lo que le añade ritmo y en ningún momento se hace pesada, porque no incide en la historia personal de los protagonistas más de lo necesario. Ciertamente, la última parte es la que destaca, pero eso, tendréis que experimentarlo. Entre ida, amena, un disfrute.
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