No creo que sea exagerado afirmar que la primera obra stoniana de facto de los 70’s, -su primer fogonazo en una década en la que los gigantes caminaron sobre la tierra; en la que tendrían que batirse el cobre contra toda una miríada de nombres y corrientes diversas que, decían, iban a enterrarlos; en la que empezarían a consolidar ese status de combo dinosaúrico que les acompaña hasta el día de hoy- podría pasar por ser, si no su obra maestra, algo bastante parecido. Sólo la escucha de su inmediato sucesor puede disuadirnos de esa percepción, que no desterrarla por completo.
No pocas cosas habían azotado el seno de la banda en el interín que separa «Let It Bleed» de su continuación: Brian Jones abandonaba la banda y poco después hacía lo propio con este mundo; Mick Taylor se ponía en sus botas y pasaba a ser un stone a tiempo completo; la mística que sobrevoló el concierto en Hyde Park; la sordidez que empañó su comparecencia Altamont; la edición de uno de sus live albums más celebrados y, en fin, una larga ristra de cosas y casos que jalonaron su singladura durante algo más de un año, el tiempo que les llevó sumergirse en la creación de un nuevo trabajo.
Son muchas, igualmente, las novedades que trajo «Sticky Fingers» consigo. La incorporación de Taylor añadía un plus de técnica y savoir faire que, sin desmerecer lo anterior, propulsó a la banda hacia nuevos paisajes sónicos. Haciéndola entroncar, diríamos, con un hard rock en clara tendencia ascendente, con querencia por la figura del guitar hero y el despliegue solista, si bien manteniendo sus señas de identidad intactas (No en vano los orígenes del nuevo fichaje eran idénticos al de otros nombres destacados del nuevo rock que se facturaba en las islas, caso de Eric Clapton o Peter Green); Keith Richards llevará a su culminación sus flirteos con las afinaciones abiertas, elevando al Open-G (o afinación en sol abierto) a su sonido de signatura, sinónimo de Rolling Stones en lo sucesivo; Jagger, asimismo, no se cortará a la hora de transgredir sus límites como songwriter y se atreverá a facturar canciones prácticamente en solitario e incluso a aportar algún riff.
Todo eso y más podemos encontrarlo en «Brown Sugar», lúbrico número de apertura y quintaesencia del sonido stone, al menos del que ha dejado una impronta más profunda en el imaginario colectivo. El peso específico de esta turbia historia de sexo interracial, esclavitud y barbitúricos devendrá en incalculable para el sonido a practicar por la banda en lo sucesivo. «Sway», por su parte, es pura épica de callejón: Triste, desoladora historia en tonos sepia la que nos cuenta, totalmente desmentida, eso sí, por el poderío con el que la banda la pone en pie, con un Jagger cantando como nunca y un excelso solo de guitarra llevándola a término.
«Wild Horses» es el primer volantazo del elepé hacia tesituras acústicas y, por obvio que resulte recordarlo, uno de sus clásicos impepinables. Para el momento de su edición ya había sido grabada por The Flying Burrito Brothers e incluida en su laureado LP «Burrito Deluxe», pero los stones pusieron distancia con respecto a la revisión del combo de Gram Parsons, restándole en preciosismo hilbilly así como en minutaje y dotándola de una mayor complejidad y atmósfera, entretejiendo acústicas de seis y doce cuerdas a mayor gloria de uno de los momentos más dulces del redondo.
Contraste total el de «Can’t You Hear Me Knocking» con su predecesora. Dónde una era remanso esta es desbocada explosión eléctrica que no se aviene a cortapisas de tipo alguno, como pone de manifiesto la extensa jam que lo concluye. En otro orden de cosas, marca el inicio de la colaboración de Billy Preston con el grupo; aquel teclista, arreglista y compositor que con el correr de la década pasaría a ser, prácticamente y con permiso de Ian Stewart, el sexto stone (la tesitura desde luego no era nueva para él, que venía de ser el quinto beatle)
«You Gotta Move», fiel incursión en el cancionero de «Mississipi» Fred McDowell, cierra la primera cara del largo. Generosa en slides, cumple una función similar a la que«Love In Vain» tenía en «Let It Bleed», esto es: Un momento raunchy, un tributo a sus raíces realizado sin -aparentemente- muchas pretensiones, con la banda disfrutándose a tope y sin artificios.
«Bitch» retoma el pulso eminentemente rock and roll que cohesiona el album, y, al igual que el tema que abre la cara precedente, puede jactarse de poseer una crujientes guitarras y un jugoso saxofón (cortesía, una vez más, de Bobby Keys) que bordan uno de los momentos más innegociablemente vacilones del trabajo. Le sigue, palabras mayores, la solemne «I Got The Blues», exquisito retorno, madurado eso sí, a aquella faceta soul que antaño menudeaba en su producción y que parecía algo diluida en sus últimas entregas. El folk y una sucinta lisergia envuelven la enigmática «Sister Morphine», que por mucho que Jagger se empeñe en aclarar que narra las desventuras de la desdichada víctima de un accidente, será asociada ad aeternum a la crónica de una adicción en primera persona.
Llega el turno de uno de los highlights indiscutibles del disco, me refiero, claro está, a la colosal «Dead Flowers»: Continuación, y quién sabe si culminación, de la senda country abierta por el grupo tiempo atrás, seriamente acentuada por la simbiosis establecida entre Gram Parsons y la banda. Exquisita, con un Jagger rezumando chulería y poseedora de unos versos sencillamente impagables («Well when you’re sitting back in your rose pink Cadillac/Making bets on Kentucky Derby Day/I’ll be in my basement room, with a needle and a spoon/And another girl to take my pain away» Charm, mucho charm hay que tener para poder cantar esos versos sin exponerse al ridículo). «Moonlight Mile», dotada de una irresistible cualidad onírica, rayana al preciosismo, se encarga de poner el punto y final a una obra depositaria de una leyenda perfectamente justificada.
Poco importaba que The Rolling Stones llevasen casi diez años en la pelea (una eternidad para los estándares de la época) Supervivientes de la primera british invasion, la cultura del single, la beatlemania y cuántos nubarrones tuvieron a bien cernirse sobre sus cabezas, la banda se encontraba en su mejor versión, capaces de facturar obras tan mágicas, míticas, místicas, lascivas, conmovedoras, concisas, evocadoras y poderosas como «Sticky Fingers». Y aún les quedaban algunas balas en la recámara.
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