Míralas, mírate: un merodeador es alguien insensatamente sensible a ese abismo que nos une y nos separa de ella, de ellas.

Un merodeador tiende una cuerda (floja, muy floja) sobre ese abismo y sabe que tarde o temprano, aunque la cruce pocas o muchas veces, acabará cayendo, ay, porque si no fuera así dejaría de ser un merodeador para convertirse en cualquier otro tipo de mujeriego o feminista (palabras mal utilizadas por el deplorable lenguaje que se habla en este sucio siglo).

Mírate, míralas: siente el abismo que te separa y, sobre todo, que te une a ella, a ellas, que da sentido a tu vida, que te impide enloquecer. Ellas son otras, claro, pero son otras humanas (aunque con frecuencia no lo parezca): tenéis algo en común, aunque sea ínfimo. Y no te olvides de que si miras mucho tiempo al abismo, el abismo comienza a mirarte a ti.

Dentro de esta apasionante disciplina del merodeo existen unas pocas teorías mínimas, que vienen a ser observaciones recogidas en la tradición del merodeo. Así, por ejemplo, se dice que es el arte de sacar conclusiones suficientes a partir de datos insuficientes. Otra teoría mínima dice que sabemos que el merodeo es imprescindible, aunque no sabemos para qué.

Seguimos: las relaciones que se establecen merodeando, son siempre por ósmosis, nunca por frotación. Otra teoría mínima muy valorada dice: nunca permitas que el sentido de la moral te impida hacer lo que está bien. Y otra más: a veces, en la disciplina del merodeo, hay que saber seguir adelante no sólo con miedo, sino también sin esperanza. Citaremos, por el momento, otra, la última: un comienzo no desaparece nunca, ni siquiera con un final.

 

Otras teorías mínimas del merodeador:

 

Nunca se tiene una segunda oportunidad para causar la primera impresión.
Es mejor empezar de noche que no empezar (algunos merodeadores prefieren sólo la primera
parte: es mejor empezar de noche).

En esta página se van a recoger apuntes, anotaciones y observaciones de merodeadores de la mujer, de las mujeres.

 

El significado de merodear, según los diccionarios al uso, es:

1. intr. Vagar por las inmediaciones de algún lugar, en general con malos fines.
2. intr. Dicho de una persona: Vagar por el campo viviendo de lo que coge o roba.

 

Posiblemente se entienda mejor nuestra intención de merodeadores si recogemos los sinónimos de la palabra merodear, que definen bien su significado: rondar, frecuentar, cortejar, galantear, festejar, bordear, acosar, asediar, frisar, deambular.

 

Cuando uno ha agotado todos los recursos y ya sólo le queda la decisión definitiva de llorar,es cuando hay que ponerse al merodeo: hay que hacerlo como si faltara el tiempo —que realmente falta—, con la asfixia del dolor: sabiendo que las palabras y las frases no se piensan ni se revisan porque eso sería escribir, y un merodeo no se escribe ni se reflexiona: no se ve ni se imagina: sólo se concentra la atención para escuchar las palabras que nadie dice pero que parecen dictadas por un sonámbulo, y sólo al final, si acaso, cuando el merodeo ya ha pasado, se reconoce a veces el tema o se descubre el sentido de las frases, cuando lo tienen, y se sigue llorando:

Ellos recuerdan hacia el futuro: con la punta de los dedos, como si fueran ciegos de nacimiento o como si volvieran de ellos a ellos mismos sin pararse a mear. Se dice que hay personas que crecen de estatura cuando callan y se quedan en la mitad en sombra de su vida: allí donde ladran sus perros guardianes, entre las piedras tristes de su cara.

Tiene que oírse un ruido de agua: un sonido roto de cisterna que no cesa o de tubería que traga ovomita dentro de la pared o de gotera en el techo que va dejando caer gruesos y oscuros goterones, despacio, con el ritmo de un corazón muerto. Tiene que oírse un ruido de agua oscura, nocturna, desde el fondo de un túnel o desde el final de una galería profunda o desde la noche alta, sucia, sin estrellas, que devora y devora luz.

Como las cosas, ellos también se tranquilizan cuando pueden ver el horizonte, o cuando se rezagan en el fondo del río, sumergidos en el agua que los mece apenas, y por fin pueden soltarse los nudos de las patas. A veces, todo tiene el color tierno del sufrimiento, de la luz que se acaba, enterneciendo los últimos colores.

El sol se pone con una maniobra larga del cielo de la tarde, que va cerrando sus puertas, pero los chicos sólo saben verlo como la historia de una muerte con el color triste de la sangre; como un asunto fúnebre, excesivo, acuchillado; como un paquidermo viejo que, tosiendo, busca con la cabeza la oscuridad de su cuarto.

Pero qué hay, qué llevan dentro, detrás o debajo de las orejas duras: dónde comienzan sus sabores ácidos, sus afiladas líneas de roña, el caracol rojo que sube o baja diciendo o no diciendo la verdad.

A veces parece que cada uno es él y su sobrina preferida: y se miran a los ojos sintiendo cómo, cuánto se quieren, una y otra vez, y se dicen con la mirada de los ojos que no se separarán nunca, nunca: el corral ya está en silencio, pero las gallinas todavía se están acostando.

Luego, más tarde, a la hora de dormir, ellos se tumbarán haciendo el sonido de su tercera parte, quizá dosificados en madre o en tía, propensos a soñar en la unidad o en la unicidad, como esos finales que comienzan o que parecen principios, como esos huevos homogéneos, de cáscara dura: disfrazados de lavandera para dormir mejor y encontrar antes la puerta pequeña de la eternidad, para pesar mucho menos, para hacerse los encontradizos con su simplificado sexo, por si acaso, por si quizá, por lo otro.

 

por Narciso de Alfonso

 

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