Hubo un tiempo en que el hard rock dominaba el mundo. Salían bandas a patadas y cualquier estilo dentro del género (glam, sleaze, hard, hair…) sometía las listas de ventas y encumbraba a un puñado de músicos que vivían su sueño en carne propia.
Corrían los años 80 y de las entrañas de Nueva York surgió una de esas bandas. Temática motera, con ropa vaquera y de cuero, tatuajes y letras que versaban sobre la misma materia. De ahí nacieron Circus Of Power y, tras patearse todos los garitos de la ciudad que nunca duerme, consiguieron un contrato discográfico con la compañía RCA Records. Gracias a ese contrato surgieron dos discos clásicos, el icónico debut homónimo en 1988 y el sucesor “Vices” de 1990.
Su nombre ya era conocido y sus giras seguían elevando el nombre del grupo. Entonces ficharon por Columbia Records y se mudaron a Los Ángeles. Gracias a esas nuevas relaciones y al contacto con otros músicos que habitaban la costa Oeste, surgió su adiós discográfico, un “Magic and Madness” que contaba con las colaboraciones estelares de Ian Astbury o Jerry Cantrell, y tiraba de chequera para fichar a Thom Panunzio en la producción o Gregg Bissonette tras los parches.
Desde entonces han pasado 25 años y el único miembro que todavía luce la badana del combo norteamericano es Alex Mitchell, su vocalista, que ha juntado a Billy Tsounis y Joe Truck a las guitarras, John Sharkey al bajo, y al mítico Brant Bjork (Kyuss, Fu Manchu, Vista Chino…) en la batería.
Producido por The Bruise Brothers para el sello Noize in the attic Records, cuenta con las colaboraciones de Mike Villasenor en las teclas (hammond y piano) y Julian Sharkey en la percusión. Con todas las cartas sobre la mesa era difícil fallar y no lo han hecho.
La combinación de ese hard rock potente, macarra y sucio, con las dosis adecuadas para actualizar su sonido, pero manteniendo una gran porción de clasicismo en muchas de sus canciones, da lugar a un álbum notable.
Hay momentos en que recuerdan a los Circus Of Power de siempre, roqueros, poderosos y festivos, con esa perfecta combinación de riffs de guitarra con gancho y melodías que harán las delicias de los clásicos. Cortes como las iniciales “Fast and easy”, con un apoyo del hammond sencillamente maravilloso, “Hard drivin’ sister” o “Sin city boogie” dejan claro de dónde vienen y a dónde van.
Hay algunos momentos en que bajan las revoluciones y no acaba de cuadrar, con ciertos recuerdos a bandas como los Hanoi Rocks o los Quireboys en aspectos distintos, pero como digo no terminan de encajar en la maquinaria motera de Alex Mitchell y los suyos.
Destaca la presencia del gran Brant Bjork en la batería y hay temas en que lo deja muy claro, con un sonido más stoner como “American monster”, incluso alucinógena como en “Flyin’ into L.A.”, aunque destaca por encima del resto ese toque Kyuss en “Blood at standing rock”.
Pero es la temática motera que los distinguió la que vuelve a estar en primer plano, con letras sudorosas y sinuosas, siendo “Hot rod girls” las muestra más clara.
Llegando al final del redondo dejan un par de canciones que te recuerdan de qué va esto. “Love sick blues y el cierre con “Come git some” es parte de lo que han hecho siempre, de lo que les hizo crearse un nombre en la escena antes de que las modas enterraran al hard rock, pero más de 2 décadas después los moteros tatuados han vuelto y esperemos que sea para quedarse.
0 comentarios