Por las noches, metido en la cama y tapado hasta las orejas, cierro los ojos y sueño con la primavera. Cuando me levanto, abro las persianas, añorando el otoño, descanso del guerrero después del verano, esperanza lánguida antes de la oscuridad del invierno. Con Robe me ocurre como con la estación que arranca las hojas de la copa de los árboles, sus letras me reconfortan como si fuesen mis propias historias de vida, –…siempre me faltan horas de dormir, como me gusta no tener reloj, de madrugada, me siento mejor…-, a la vez que dejan al descubierto muchas de las cicatrices secadas al sol que el tiempo me ha cubierto no tan solo sobre la piel –…y si fuera mi vida una escalera, me la he pasado entera buscando el siguiente escalón…-.
Crecer es algo que nos impone la vida como condición, chantaje, peaje que no acepta pagos con tarjeta. Al menos elegimos con que canciones hacerlo, aunque a veces sintamos que han sido secuestradas sin que nadie pida rescate a cambio. Ignoro si la edad concede sapiencia en un mundo donde nada es gratis, donde hasta las manos se convierten en mercancía. Me aseguro que al menos las mismas piedras del camino con las que tropiezo dos veces cada día, me enseñen a no tener en cuenta del todo, lo que hablen fuera sobre las cosas a las que hago un hueco allá dentro, en la máquina que bombea sangre al resto de mi cuerpo. Resucito cada mañana sabiendo que quizás llegue a la noche saltando los dedos acusadores de la vida moderna -…tú en tu casa, nosotros en la hoguera…-.
Termino el año sabiendo que “Se nos lleva el aire”, y es que hasta en el título de su nuevo disco, siento que Robe me hace un guiño sin ser consciente de mi presencia. Poeta de Monfragüe como buitre negro que aprovecha las corrientes de aire para germinar con sus letras mi conciencia y fecundar la maceta donde planto las reacciones y las sensaciones que abono cada día si me acuerdo. Canciones de amor castuo. Obra y gracia de Robe Iniesta. Escucho “Se nos lleva el aire” tres veces en una. La primera obsesionado y atento a sus letras, que otra vez se configuran como pequeñas biografías en la que de nuevo asoman recuerdos y fotos presentes: “…me equivoco una y otra vez, y te puedo asegurar, que el paso de los años no impide que vuelva a tropezar, ni que me vuelva a romper, contra otro desengaño…no puedo caer más bajo, que vengo del fracaso, y acaso ser solo un superviviente-, otra segunda que me absorve con una música que brilla con vida propia, pensada para no ser eclipsada por el reclamo irresistible de los versos de Robe Iniesta, sino que acapara un protagonismo justo y necesario, en un oleaje de reminiscencias forjadas en los mares profundos del rock clásico.
Y una tercera escucha global que me convence de la idea de encontrarme ante un disco que me pone de pie, un himno y banderas en las que nunca he creido a no ser que vengan de la mano del suspiro de una guitarra eléctrica. Cubro de arena mis trincheras, porque me rindo sin condiciones ante canciones como “Nada que perder”, “Viajando por el interior” o “Adiós, cielo azul, llegó la tormenta”. Me entrego a pecho descubierto cuando hago mía letras que me relatan al oído maneras de vivir: “…yo soy capaz de renegar de todo lo que prometí…”, “…juré no perder nunca la cabeza, no lo he cumplido, ten la certeza, lo llevo escrito en mi naturaleza…”, “…y a veces si tropiezo y mo me caigo, me crezco y parezco que bailo…”, todo ello envuelto en una música que se repite una y otra vez en mi cabeza -esa guitarra, ese teclado- y les preparo una cama permante en un inexistente cuarto de invitados. Dejo que me lleve el aíre donde le de la gana, siempre que sea este nuevo disco de Robe el que sirva para provocar mis mareas.
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