The Studio es una serie que se ríe de todos los que hacen posible series como ella. La última creación de Seth Rogen es una ácida crítica a productores, guionistas, actores y directores que han acabado con Hollywood para convertirlo en un prostíbulo. Un lugar en el que se dan luz verde a proyectos cada vez más estúpidos para un público cada vez más estúpido. Sólo así podemos explicar la sangrante falta de ideas de un Hollywood que sólo vomita secuelas, remakes y reboots. Por no hablar de los putos remakes con personas reales de películas de animación. Cualquier blockbuster actual se crea en despachos y para un guión de lo más simplón hacen falta 5 guionistas. La única forma de contar esta lamentable decadencia es con una risa amarga. Rogen muerde con saña la mano que le da de comer y ahí radica el éxito de su kamikaze propuesta.

La serie funciona como sátira, pero también como testimonio de esas reuniones de tiburones avariciosos de Hollywood. Todo lo que se muestra ha pasado, está pasando o pasará la semana que viene en algún despacho de Los Ángeles. Me lo creo. Lo que la hace brillante no es su exageración, sino su exactitud. El reparto, ensamblado como una banda de músicos descompasados que logran sonar afinados por accidente, funciona a la perfección. El ejecutivo sin alma, el director que se vende por dinero, el artista comprometido con el arte, el actor que no sabe actuar: todos están ahí, no como caricaturas, sino como apuntes sacados de reuniones reales. Gran trabajo de observación.

Como Woody Allen, Rogen se ríe de sí mismo y de una industria caduca que ya no merece ser considerada como un arte. La cámara se mueve con nervio, los diálogos atropellan a los personajes como taxis sin frenos, y cada episodio parece más una confesión neurótica que una comedia al uso. En cierto sentido, es la serie que Woody Allen habría hecho si hubiese nacido 40 años después. Me viene a la mente episodios como el del plano secuencia, los globos de oro, la cena con los médicos o el robo de la bobina. Todos son pequeñas joyas modernas que Allen hubiera podido engendrar. Incluso en The Studio hay bastantes chistes sobre judíos. Vamos, que la sombra de Woody Allen es muy alargada. Fijémonos en el personaje central, el idealista nuevo director de un estudio cinematográfico que quiere devolver al cine su dignidad, es casi un trasunto de esos alter egos allenianos: brillante a ratos, mezquino por defecto, entrañable sin quererlo. Le rodean secundarios no menos mezquinos que podrían haber salido de la descojonante Desmontando a Harry. Todo ello para evidenciar que el cine para Hollywood es un puto negocio, no un arte. Algo que todos ya sabíamos aunque nadie lo había dicho nunca con una voz tan nítida y fuerte desde el propio Hollywood. Y encima se les mea en la cara.
The Studio es el funeral del cine que una vez amamos.




















0 comentarios