El gallego Oliver Laxe saltó a la fama, dentro del panorama cinéfilo, con “Lo que arde”, drama sobre un incendiario que regresa a su pueblo en la provincia de Lugo, tras cumplir condena. Esa cinta le otorgó un prestigio aunque no era su “opera prima”, ya que sus primeros trabajos habían sido filmados en Marruecos, un extraño mediometraje documental y “Mimosas”, su primer largometraje.
Un director de historias complejas que regresa al país africano para estrenar “Sirat. Trance en el desierto”, otro éxito a nivel de crítica pues, no en vano, se alzó con el Premio del Jurado en la reciente edición del Festival de Cannes. Una obra compleja donde un padre, acompañado de su hijo menor, busca a su hija perdida en una “rave” en el desierto de Marruecos. Allí contacta con un grupo de alternativos, a los que sigue hacia otra fiesta que se celebrará cerca de la frontera de Mauritania, ya que ese puede ser el paradero de su retoño. El problema es que del primer lugar son expulsados porque parece haber iniciado un conflicto armado entre el gobierno y un enemigo invisible.
Esa guerrilla que no se ve en ningún momento pero que pueden ser insurgentes o yihadistas, lo que nos hace recordar casos de europeos que han sido secuestrados o asesinados por organizar convoyes de ayuda humanitaria o vacaciones en zonas problemáticas sin importarles el peligro. Personas que no entienden lo que significa entrar en esos países, buscando un “turismo de la emoción” que les haga sentirse vivos. En este caso, el grupo de “raveros” entendemos que busca bailar y drogarse en un “nomadismo” que no les ata con lo convencional.
El guion de Laxe y de su habitual Santiago Fillol juega con la tragedia desde el inicio. Apenas sabemos nada de la existencia anterior ni del padre y el hijo ni del grupo de amantes de la electrónica. Juntos emprenden una “road movie” hacia ninguna parte que no puede acabar bien, vistas las indicaciones de inminente conflicto bélico que escuchan por la radio como un oráculo o, incluso, ven una movilización de soldados.
Y escribimos tragedia, y no drama, pues los personajes no parecen tener posibilidad de elección sino estar marcados por el destino. En ello, el libreto de Laxe y Fillol funciona bastante bien aunque es cierto que, imaginamos, que su desenlace no terminará de convencer a todos los espectadores.
Además la puesta en escena es convincente, cimentada en una realización interesante, un ritmo que no decae, por lo que las algo menos de dos horas no aburren, una fotografía de Mauro Herce que muestra a la perfección la belleza y el peligro del desierto, la música electrónica del francés Kanding Ray, tan hipnótica como personal y un reparto de rostros desconocidos (actores no profesionales) salvo un esforzado Sergi López.
“Sirat” es un ejemplo de cine de autor, bien filmado y donde las virtudes son mayores que sus pequeños defectos.
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