¡De rodillas, mortal! aquí hay violetas. El larguísimo poema de hoy es Aullido, del poeta americano de la generación Beat, Allen Ginsberg. Un poema que capta a la perfección, cómo ha sido esa pérdida paulatina de nuestra libertad. Un choque mortalmente vital entre las fuerzas universales que nos gobiernan de manera férrea. La palabra inventada por Allen, Moloc, vendría a equivaler a, «Ídolo sangriento» o a «Bestia insacialble». Pero he dejado el mismo nombre, al ser un neologismo del poeta.
Howl
By Allen Ginsberg
For Carl Solomon
I
II
III
Aullido
por Allen Ginsberg
Para Carl Solomon
I
He visto a las mejores mentes de mi generación, destruidas por la locura, muriendo de hambre, histéricamente desnudas,
arrastrándose por esas oscuras callejuelas al amanecer buscando un chute desesperado,
angelicales inconformistas ardiendo por esa ancestral conexión celestial
con la dinamo estelar de la maquinaria nocturna,
cuya miseria, esos ojos hundidos y desgastados, sentados, y colocados, fumando en la supernatural oscuridad de esos apartamentos sin calefacción, flotando por las cimas de las ciudades
se deleitaban con el jazz,
quienes desnudaron sus cerebros ante el Cielo bajo ese tren elevado y vieron ángeles Mahometanos tambaleándose por los tejados iluminados de los barrios pobres,
quienes pasaron por las universidades con fresca y radiante mirada, alucinando en Arkansas con la luminosa tragedia de Blake, entre los eruditos de la guerra,
quienes fueron expulsados de las academias por locos y por publicar odas obscenas en las ventanas de esa calavera,
los que se acobardaban en habitaciones, sin afeitar, en ropa interior, quemando su dinero en las papeleras y escuchando al Terror a través de la pared,
quienes fueron sorprendidos en sus barbitas púbicas regresando por Laredo, con un cinturón de marihuana para New York,
quienes comían fuego en coloreados hoteles, o bebían trementina en el Callejón del Paraíso, muerte, o purgaban sus torsos noche tras noche,
con sueños, con drogas, con pesadillas conscientes, alcohol y pollas con cojones infinitos,
incomparables calles sin salida con temblorosas nubes y el relámpago en la memoria saltando hacia los polos de Canadá y Paterson, iluminando todo el mundo quieto de ese Tiempo entre la carne y el alma,
formas sólidas por el peyote en los pasillos, los verdosos amaneceres del cementerio, la embriaguez del vino sobre los tejados, barrios con escaparates y viajes de placer para fumadores de té, el neón parpadeante de los semáforos, el sol y la luna y esas oscilaciones arbóreas en esos estruendosos atardeceres invernales de Brooklyn, ceniceros, desvaríos, con el bondadoso rey de la luz de la mente,
aquellos que se encadenaron a los vagones del metro para ese interminable viaje desde Battery hasta el sagrado Bronx, bajo los efectos de la bencedrina, hasta que el ruido de las ruedas y los niños les hizo descender estremeciéndose con la boca hecha un desastre, y maltratados, sombríos, con el cerebro destrozado que completamente, fue despojado de su brillo bajo la lúgubre luz del Zoo,
quienes se hundieron durante toda la noche a la luz de los submarinos de Bickford, salían flotando y sentados, pasaban la tarde con cerveza rancia en el desolador Fugazzi, escuchando el estruendo del fin del mundo en esa rocola atómica,
los que hablaban continuamente durante setenta horas desde el parque hasta el apartamento, hasta el bar, hasta Bellevue, hasta el museo, hasta el puente de Brooklyn,
un perdido batallón de platónicos conversadores saltando por las escaleras de incendios, por fuera de los alféizares de las ventanas del Empire State, provenientes de la luna,
cotorreando sin parar, gritando, vomitando, susurrando hechos y recuerdos, anécdotas, impactos visuales y shocks en los hospitales, cárceles y conflictos bélicos,
inteligencias enteras regurgitando durante siete días y noches memorias exactas con los ojos luminosos, como carne para la Sinagoga tirada por el suelo,
quienes desapareciendo en la nada Zen de Nueva Jersey dejaban un rastro de postales con antiguas imágenes del Ayuntamiento de Atlantic City, padeciendo sudores orientales y el rechinar de huesos tangerinos y migrañas de China bajo el síndrome de abstinencia del opio, en la desolada habitación amueblada de Newark,
los que vagaron de un lado a otro a medianoche en el patio del ferrocarril preguntándose adónde ir, y se fueron sin dejar corazones rotos,
aquellos que se encendían cigarrillos en vagones de carga, vagones de carga, vagones de carga, traqueteando a través de la nieve hacia las solitarias granjas durante la noche de San Juan,
los que estudiaron a Plotino, a San Juan de la Cruz, la telepatía, la cábala del bop, porque el cosmos vibraba instintivamente a sus pies en Kansas,
quienes vagaban por las calles de Idaho en busca de esos ángeles indios visionarios que eran visionarios ángeles indios,
quienes pensaban que sólo estaban locos cuando Baltimore resplandecía en un éxtasis misterioso,
los que se subieron a las limusinas con el Chino de Oklahoma por el impulso de la lluvia invernal de medianoche bajo la luz de las farolas, por las calles de una pequeña población,
aquellos que vagabundeaban hambrientos y solitarios por Huston, buscando jazz, sexo, o sopa, y seguían a ese brillante español para conversar sobre América y la eternidad, tarea inútil, embarcándose así hacia África,
los que desaparecieron dentro de los volcanes de México dejando atrás nada más que la sombra de unos pantalones vaqueros, más la lava y ceniza de esa poesía esparcida por la chimenea de Chicago,
aquellos que reaparecieron en la Costa Oeste investigando al FBI con barba y pantalones cortos, con enorme mirada pacifista, sensuales, con su piel oscurecida, repartiendo folletos incomprensibles,
los que se quemaron agujereándose los brazos con los cigarrillos en protesta por la turbiedad narcótica del tabaco capitalista,
quienes repartían panfletos supercomunistas en Union Square llorando y desnudándose, mientras las sirenas de los Álamos los ahuyentaban aullando, también hacia Wall, y hacia el ferry de Staten Island de igual forma,
aquellos que se derrumbaban, llorando, en esos blancos gimnasios a la intemperie, temblando ante la maquinaria de otros esqueletos,
los que mordían a esos detectives en el cuello y chillaban de alegría en los coches policiales por no haber cometido ningún delito más que su propia y salvaje pederastia en intoxicación,
quienes aullaban de rodillas en el metro y eran arrastrados por las azoteas, blandiendo sus genitales y manuscritos,
los que se dejaron follar por el culo por piadosos motoristas y gritaron de alegría,
aquellos que chuparon y se la chuparon, esos humanos serafines, los marineros, acariciados por el atlántico y caribeño amor,
los que se corrían por la mañana y por la tarde en jardines de rosas y en el césped de parques públicos y cementerios, esparciendo su semen libremente a cualquiera que pudiera llegar,
quienes con interminable hipo intentaban reírse, pero acabaron llorando detrás de un tabique, en un baño turco, cuando el rubio y desnudo ángel llegó para atravesarlos con una espada,
esos que perdieron a sus guapísimos amantes ante las tres viejas arpías del destino: la arpía tuerta del dólar heterosexual, la arpía tuerta que guiña el ojo desde el útero, y la arpía tuerta que no hace más que sentarse sobre su culo y cortar los intelectuales y dorados hilos del telar del artífice,
quienes copulaban eufórica e insaciablemente con una botella de cerveza, un novio, un paquete de cigarrillos, una vela, y cayéndose de la cama, seguían por el suelo y a lo largo del pasillo, desfalleciendo contra la pared con una revelación del coño definitivo y su orgasmo, eludiendo el último aliento de la conciencia,
aquellos que endulzaron los chuminos de un millón de chicas estremeciéndose al atardecer, y, rojos los ojos, por la mañana, aunque preparados para endulzar el momento del amanecer, exhibían sus culos bajo los graneros, desnudos, en el lago,
los que fueron de putas por Colorado en un sinfín de coches robados por la noche, N.C. héroe secreto de estos poemas, donjuán y adonis de Denver, feliz del recuerdo de sus innumerables conquistas de chicas en solares vacíos y patios traseros de restaurantes, en las desvencijadas filas de los cines, en cimas de montañas, en cuevas o con demacradas camareras, levantándoles las enaguas, en esos familiares y solitarios arcenes, y, especialmente en ocultos baños de gasolineras para puteros solipsistas, y también en callejones del pueblo,
quienes se adormilaban en abrumadoras y vergonzosas películas, pasando en sueños a despertar de repente en Manhattan, saliendo de los sótanos, resacosos, por el descorazonador Tokay más los horrores de unos sueños inflexibles de la Tercera Avenida, tambaleándose hasta las oficinas de empleo,
aquellos que caminaron toda la noche con sus zapatos llenos de sangre por los montículos de nieve en los muelles, esperando a que se abriera una puerta, en el East River, de una habitación llena de vaporoso calor y opio,
los que inventaron hermosos dramas suicidas en esos apartamentos al borde del acantilado que da al Hudson, bajo el bélico y azul reflector de la luna, cuyas cabezas deberían ser coronadas con los laureles del olvido,
los que se comieron el cordero guisado de la imaginación o hicieron la digestión del cangrejo en el cenagoso fondo de los ríos de Bowery,
aquellos que lloraron ante el encanto de las calles con sus carritos llenos de cebollas y mala música,
esos que, sentados en cajas, respirando en la oscuridad bajo el puente, levantándose para construir clavicordios en sus áticos,
aquellos que tosían en la sexta planta de Harlem, coronados por la llama, bajo el tuberculoso cielo, rodeados de cajones con las naranjas de la teología,
quienes garabateaban durante toda la noche y dando vueltas sobre arrogantes invocaciones que en el amarillento amanecer eran ya estrofas disparatadas,
esos que cocinaron animales podridos, pulmón, corazón, pies, rabo, sopa de remolacha y tortillas, soñando con el natural reino vegetal,
los que se metieron debajo de los camiones cárnicos buscando un huevo,
quienes tiraron sus relojes desde el tejado para emitir su voto a la Eternidad fuera del Tiempo, y durante la siguiente década, los despertadores les cayeron en la cabeza cada día,
aquellos que se cortaron las venas tres veces seguidas sin conseguirlo, y, rindiéndose, se vieron obligados a abrir tiendas de antigüedades, donde creían que envejecían, llorando,
esos que ardían vivos con sus inofensivos trajes de franela en Madison Avenue entre ráfagas de unos versos plomizos, y el ebrio estrépito de los férreos regimientos entonces de moda, más los nitroglicerínicos alaridos de los duendes de la propaganda, además de ese gas mostaza de los siniestros e ingeniosos editores, o los que fueron atropellados por los taxis borrachos de la Realidad Absoluta,
los que saltaron del puente de Brooklyn, esto sucedió realmente, y se marcharon hacia lo desconocido, y, fueron olvidados en ese aturdimiento fantasmal de los caóticos callejones de Chinatown y los camiones de bomberos, sin siquiera una cerveza gratis,
aquellos que cantaban a gritos desde sus ventanas con desesperación, cayendo por la luna del metro, saltando al inmundo río Passaic, abalanzándose sobre los negros, gritando por toda la calle, bailando sobre copas rotas de cristal, descalzos, aplastando discos de pizarra del nostálgico jazz alemán europeo de los años treinta, terminándose el whiskey y vomitando mientras gemían en el ensangrentado retrete, lamentándose en sus oídos con el estallido de los colosales silbatos de vapor,
los que corrían por las autopistas del pasado viajando mutuamente en bólidos tuneados hacia la carcelaria soledad del Calvario, la vigilia, o la encarnación del jazz en Birmingham,
quienes condujeron campo a través durante setenta y dos horas para averiguar si yo tuve una visión, o tú tuviste una visión, o la tuvo él, para así, descubrir la Eternidad,
esos que viajaron a Denver, que murieron en Denver, que regresaron a Denver, y esperaron en vano, los que velaron por Denver y reflexionaron y se sintieron solos en Denver, y, finalmente se fueron para descubrir el Tiempo, y hoy, Denver echa de menos a sus héroes,
los que cayeron de rodillas en catedrales, desesperados, rezando por la salvación y la luz y los corazones de los demás, hasta que el alma iluminaba su pelo por un segundo,
aquellos que chocaban atravesando sus mentes en la cárcel, esperando lo imposible, criminales de cabeza dorada y el encanto de la realidad de sus corazones, que cantaban dulces blues a Alcatraz,
quienes se retiraban a México para fomentar un hábito, o a Rocky Mount para ofrecer ternura a Buda, o a Tanger para ofrecérsela a los niños, o al Southern Pacific por la negra locomotora, o a Harvard por Narciso, o al cementerio de Woodlawn por esas guirnaldas de margaritas, o a la tumba,
o esos que exigieron tribunales de salud, acusando a la radio de hipnotismo, quedándose con su locura y sus manos y una sentencia en desacuerdo,
aquellos que tiraron ensalada de patata a los conferenciantes del CCNY sobre el dadaísmo y posteriormente se presentaron en la escalinata de granito del manicomio con la cabeza rapada y un discurso arlequinesco sobre el suicidio reivindicando la lobotomía instantánea,
y a quienes, en su lugar, se les administró el específico vacío de la insulina, Metrazol, electroshocks, hidroterapia, psicoterapia, terapia ocupacional, pingpong y amnesia,
quienes en malhumorada protesta volcaron una única y simbólica mesa de pingpong, descansando brevemente en estado catatónico, volviendo años después, propiamente calvos, de no ser por una sangrienta peluca y lágrimas y los dedos hacia la visible y demente fatalidad en esos pabellones de las delirantes ciudades del Este,
los fétidos pasillos de Pilgrim State, Rockland y Greystone, donde se reñía con los ecos del alma, meciéndose y rodando en la soledad de la medianoche, bancos, dólmenes, reinos del amor, soñando la vida como una pesadilla, cuerpos convertidos en piedra tan pesados como la luna,
con la madre finalmente ******, y el último novelesco libro lanzado por la ventana del edificio, y la última puerta cerrada a las cuatro de la mañana, con el último teléfono estrellado contra la pared como respuesta, y la última habitación amueblada, limpia hasta el último mueble mental, una rosa de papel amarilla enrollada en una percha de alambre en el armario, en incluso ese imaginario, nada más que un poquito de esperanzadora alucinación,
ah, Carl, mientras tú no estés a salvo no estaré tranquilo, ahora, en verdad, estás en la absoluta niebla del momento,
y quienes por lo tanto corrían por esas heladas calles obsesionados con un repentino destello de la alquimia para el uso del elíptico catálogo, una medida cambiante con su plano trepidante,
quienes soñaron y formularon la encarnación de brechas en el Tiempo y el Espacio con imágenes yuxtapuestas, y atraparon al arcángel del alma entre dos reflejos visuales, y se unieron a los verbos elementales, estableciendo el sustantivo y el guion de la conciencia, saltando juntos con la sensación de Padre Todopoderoso Dios Eterno, para recrear la sintaxis con la medida de la pobre prosa humana, me presento antes ustedes sin palabras, inteligente y temblando de vergüenza, rechazado pero confesando abiertamente el alma para adaptarme al ritmo del pensamiento en su desnuda e interminable cabeza,
el loco vagabundo y el ángel han sido vencidos en el Tiempo, desconocidos, pero anotando aquí lo que podría quedar por decir en el tiempo que precede a la muerte,
también resurgieron reencarnados con los fantasmales ropajes del jazz, a la sombra de la trompeta dorada de la banda, y expresaron el sufrimiento de las desnudas mentes americanas, dado que amaban, en un Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Lamento de saxofón, que hizo temblar las ciudades hasta su extrarradio,
con ese absoluto meollo del poema de la vida, sanguinariamente extraído de sus propios cuerpos; buenos para alimentarse durante mil años.
II
¿Qué esfinge de cemento y aluminio abrió a porrazos sus cráneos y devoró sus cerebros e imaginación?
¡Moloc! ¡Soledad! ¡Suciedad! ¡Fealdad! ¡Cubos de basura e inalcanzables dólares! ¡Niños gritando bajo las escaleras! ¡Jóvenes sollozando en los ejércitos! ¡Ancianos llorando en los parques!
¡Moloc! ¡Moloc! ¡La pesadilla de Moloc! ¡Moloc el despiadado! ¡Mental Moloc! ¡Moloc, ese severo juez de los hombres!
¡Moloc, esa incomprensible prisión! ¡Moloc, la desalmada y descarnada cárcel y el Congreso de las penurias! ¡Moloc, cuyos edificios son condenas! ¡Moloc, la inmensa losa de la guerra! ¡Moloc, esos gobiernos aturdidos!
¡Moloc, cuya mente es absoluta maquinaria! ¡Moloc, cuya sangre corre en forma de dinero! ¡Moloc, cuyos dedos son diez ejércitos! ¡Moloc, cuyo pecho es una dinamo caníbal! ¡Moloc, cuyo oído es una tumba humeante!
¡Moloc, cuyos ojos son mil ventanas ciegas! ¡Moloc, cuyos rascacielos se alzan por las alargadas calles como infinitos Jehovás! ¡Moloc, cuyas fábricas sueñan y croan en la niebla! ¡Moloc, cuyas chimeneas y antenas coronan las ciudades!
¡Moloc, cuyo amor es petróleo y piedra interminables! ¡Moloc, cuya alma es electricidad y bancos! ¡Moloc, cuya pobreza es el espectro del genio! ¡Moloc, cuyo destino es una nube de hidrógeno asexuado! ¡Moloc, cuyo nombre es La Forma de Pensar!
¡Moloc, con quien me siento a solas! ¡Moloc, con quien sueño Ángeles! ¡El loco de Moloc! ¡El chupapollas de Moloc! ¡El falto de amor y humanidad de Moloc!
¡Moloc, quien entró pronto en mi alma! ¡Moloc, con quien soy una consciencia sin cuerpo! ¡Moloc, quien me ahuyentó de mi gozo natural! ¡Moloc, a quien abandono! ¡Despierto con Moloc! ¡Luz que fluye por el cielo!
¡Moloc! ¡Moloc! ¡Apartamentos robotizados! ¡Suburbios invisibles! ¡Tesorerías Esqueléticas! ¡Capitales ciegos! ¡Industrias demoníacas!¡Naciones espectrales! ¡Manicomios invulnerables! ¡Penes de granito! ¡Bombas monstruosas!
¡Se rompieron el espinazo elevando a Moloc al cielo! ¡Pavimentos, árboles, radios, toneladas! ¡Alzando esa ciudad hasta el cielo, la que existe en todas partes a nuestro alrededor!
¡Visiones! ¡Presagios! ¡Alucinaciones! ¡Milagros! ¡Éxtasis! ¡Desaparecidos en ese río americano!
¡Sueños! ¡Adoraciones! ¡Iluminaciones! ¡Religiones! ¡Toda esa sarta de sensibleras sandeces!
¡Descubrimientos! ¡Sobre el río! ¡Volteretas y crucifixiones! ¡Arrastrados por la inundación! ¡Subidones! ¡Epifanías! ¡Desesperaciones! ¡Diez años de salvajes gritos y suicidios! ¡Opiniones! ¡Nuevos amores! ¡Generación loca! ¡Deprimidos sobre las rocas del Tiempo!
¡Verdadera y sagrada risa en el río! ¡Lo vieron todo! ¡Mirada salvaje! ¡Esos gritos sagrados! ¡Se despidieron! ¡Saltaron del tejado! ¡Hacia la soledad! ¡Saludando! ¡Llevando flores! ¡Río abajo! ¡Por la calle!
III
¡Carl, Solomon! Estoy contigo en Rockland,
donde estás más loco de lo que lo estoy yo.
Estoy contigo en Rockland,
donde debes sentirte muy raro.
Estoy contigo en Rockland,
donde imitas el tono de mi madre.
Estoy contigo en Rockland,
donde has asesinado a doce de tus secretarias.
Estoy contigo en Rockland,
donde te ríes por este humor invisible.
Estoy contigo en Rockland,
donde somos grandes escritores en la misma espantosa máquina de escribir.
Estoy contigo en Rockland,
donde tu condición se ha vuelto grave, de lo que se informa en la radio.
Estoy contigo en Rockland,
donde las facultades de la calavera ya no admiten los gusanos de los sentidos.
Estoy contigo en Rockland,
donde bebes el té de los pechos de esas solteronas de Utica.
Estoy contigo en Rockland,
donde juegas con los cuerpos de tus enfermeras, esas arpías del Bronx.
Estoy contigo en Rockland,
donde proclamas con una camisa de fuerza que estás perdiendo en el juego del actual pingpong del abismo.
Estoy contigo en Rockland,
donde aporreas ese piano catatónico, y, el alma, que es inocente e inmortal, nunca debería morir impía en un armado manicomio.
Estoy contigo en Rockland,
donde cincuenta descargas más, nunca devolverán tu alma a su cuerpo desde la peregrinación a esa cruz en el vacío.
Estoy contigo en Rockland,
donde acusas a los médicos de locos, y planeas la revolución socialista hebrea contra ese Gólgota nacional fascista.
Estoy contigo en Rockland,
donde hay veinticincomil camaradas locos cantando todos juntos las estrofas finales de la Internacional.
Estoy contigo en Rockland,
donde abrazamos y besamos a los Estados Unidos debajo de nuestras sábanas, esos Estados Unidos que tosen durante toda la noche y no nos dejan dormir.
Estoy contigo en Rockland,
donde despertamos electrificados del coma por esos aviones de nuestras almas rugiendo sobre el techo, los cuales han venido a dejar caer sus angelicales bombas. El hospital se ilumina, las paredes imaginarias se derrumban, ¡oh, legiones de flacuchos huyen hacia la salida! ¡oh, estrellada conmoción de misericordia, la guerra eterna está aquí! ¡oh, victoria! Olvidaos de la ropa interior, somos libres.
Estoy contigo en Rockland,
en mis sueños, caminas empapado a causa de un viaje por el mar en esa autopista que cruza América, llorando, hasta la puerta de mi cabaña, bajo la noche occidental.

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