Llevo unos días reflexionando sobre el equilibrio entre la melodía y la letra de una canción. Ezra Pound, en uno de sus muchos consejos a la hora de escribir, advierte:
“No imagines que el arte de la poesía es más simple que el arte de la música, o que puedes complacer al experto antes de haber empleado al menos tanto esfuerzo en el arte del verso como el profesor de piano corriente emplea en el arte de la música”.
En realidad, creo que este sabio consejo se puede aplicar a la inversa. Un músico emplea muchas horas en dominar el arte de la música. Sin embargo, pocos hacen lo mismo con las letras de las canciones. De esta manera se podría visualizar la máquina de escribir como instrumento musical (literario).
Como ejemplo de equilibrio entre melodía y letra, me viene a la mente Manolo García, Santiago Auserón, Héroes del Silencio, Pink Floyd, The Beatles…
También suele pasar contrariamente, que la letra tenga más peso que la melodía en sí. Lo cierto es que muchas de las letras más importantes de la historia de la música, se han escrito enseguida, sin esfuerzo estructural. La inspiración suele venir de esta manera, desbordante, en un principio. Algo que engancha al artista de por vida. Pero hay que tener mucho cuidado con la inspiración. Rilke se enclaustró en un castillo de Suiza, para recibir ese torrente involuntario que hizo posible los numerosos versos de las Elegías de Duino. Fue un poeta que viajó de aquí para allá en busca de su inspiración. Probablemente desconociendo la genial definición que escribió Cervantes en su día; quien la pensaba como “una adolescente caprichosa”.
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