Nicolas Cage se ha convertido en especialista en apuntarse a las producciones más psicotrónicas, excesivas y estrambóticas que puedan realizarse con papeles de un histrionismo tal que bordea el ridículo en más de una ocasión pero del que sorprendentemente suele salir bien parado. Lo curioso, es que algunos de estos inclasificables filmes son originales y con cierto talento como el caso de «Colour out of space» o «Pig» y otros tienen interés como «Mandy». Cintas de serie B donde el otrora estrella suele dar rienda suelta a un festival de tics, muecas y excesos interpretativos. Todo un género en sí mismo.
«Prisioneros de Ghostland» aumenta el número de títulos con ese denominador común pues estamos ante un largometraje extravagante a medio camino entre el «spaghetti western», las películas de artes marciales y el cine post- apocalíptico. Algo así como unir el «trash» italiano de los ochenta con lo más casposo de la Cannon Group. Algo que a buen seguro que tendrá seguidores en el futuro entre los amantes de lo delirante como sucede con los degustadores de las bizarradas producidas por los primos Globus o por Charles Band.
El problema de «Prisioneros de Ghostland» es su lamentable guion lleno de lagunas, historias secundarias que se olvidan dentro de la trama y posibilidades que se van perdiendo entre confusión y prisa. Aquí lo que tenemos es una ciudad dominada por samuráis y pistoleros japoneses vestidos como si de un «western» de Castellari o Corbucci se tratase y controlados por un cacique que se hace llamar el «Gobernador» que envía en una suicida misión de rescate a un atracador de bancos para encontrar a su nieta adoptiva en un paraje deshabitado y lleno de peligros, dominado por bandas de delincuentes. Un argumento similar al de «1997: Rescate en Nueva York» de John Carpenter, sustituyendo al presidente de los Estados Unidos por una mujer y donde, incluso, se le otorga un plazo para completar la misión y si no lo consigue le estallará el traje (en las andanzas de «Snake» Plisken la amenaza era un veneno inyectado), lo que nos recuerda a «Peligrosamente unidos» y sus collares explosivos. Más referencias podemos encontrar en «Mad Max» y todas los subproductos que surgieron alrededor del éxito del filme australiano.
Ante el delirio escrito por Aaron Hendry y Reza Sixo Safai emerge la figura de su realizador Sion Sono, un director japonés cuya carrera está marcada por este tipo de desfases visuales y que construye un artefacto al que hay que ser muy benévolo para encontrar un lado positivo a pesar de las referencias cinéfilas que pueblan «Prisioneros de Ghostland». Todo lo que sucede durante la eterna hora y tres cuartos de metraje acontece a «trompicones», sin ninguna explicación ni motivaciones en los personajes, convirtiéndose en un sin fin de homenajes ochenteros a cierto tipo de cine basura encabezados por un pasadísimo Nicolas Cage que vuelve a repetir una indescriptible escena en calzonzillos (más bien un calzón de sumo) digna de competir con la de «Mandy» como muestra de lo que atesora el ganador del Oscar por «Leaving Las Vegas» al salir airoso de semejante guisa. Le acompaña Sofia Boutella que prometía mucho al hacer de novia malvada en «La momia» pero cuya carrera no ha terminado de despegar y un habitual en el cine de Rob Zombie como Bill Moseley (uno de los psicópatas de la trilogía que comenzó el líder de White Zombie con «La casa de los mil cadáveres»). Ellos son la punta de lanza que actuan ante el dislate confeccionado por Sion Sono, quien tampoco duda en utilizar una fotografía hiper saturada y una banda sonora que recuerda otras de esa década que sirve de reclamo. Poco más podemos decir. Se agradece el dotar de originalidad y referencias pasadas al previsible recorrido de los estrenos actuales aunque «Prisioneros de Ghostland» erre el tiro.
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