La australiana Jane Campion se dio a conocer en el mundo cinematográfico a inicios de los noventa con “Un ángel en mi mesa”, lo que le permitió filmar más tarde su cinta más reconocida: “El piano” y estrellarse en la taquilla con posterioridad con “Retrato de una dama”. Desde entonces su fama fue disminuyendo, rodando cada vez menos, tanto que desde 2009 no encabezaba una producción.
Con “El poder del perro” y de la mano de Netflix, vuelve a las constantes de su cine. Con narración pausada y un exquisito gusto por los aspectos técnicos, con una cuidada fotografía de Ari Wegner mostrando la soledad y la grandeza de los campos de Montana o la banda sonora de Jonny Greenwood de corte contemporáneo con predominio del piano y cuerda en la línea con sus trabajos para Paul Thomas Anderson. Es verdad que la historia no termina de arrancar hasta su tercio final pero ese tipo de filmación clásica y ese gusto por el detalle en personajes y secuencias es de agradecer, lo que demuestra lo necesario de autores como Jane Campion, gente que sabe crear escenas y escenarios sin llegar a los lugares comunes.
“El poder del perro” es un western crepuscular ambientado en los años veinte, por lo que se diferencian ese Montana que no ha cambiado nada con sus vaqueros y su modo de vida tradicional que contrasta con las nuevas ciudades y el paso del caballo al automóvil. Un tipo de cine, esta interpretación del oeste con coches que se podía ver en el final de “La balada de Cable Hogue” de Peckinpah o en la estupenda “Llega un jinete libre y salvaje” de Alan J. Pakula, ambientada en la década de los cuarenta. En “El poder del perro” la acción se sitúa en 1925 y lo que nos ofrece en una historia de venganza narrada desde el la visión del más desfavorecido. Es complicado contar demasiado de su argumento sin desvelar partes fundamentales del guion. Tenemos dos hermanos ganaderos, uno brutal y anclado en el pasado y otro más educado, el cual se enamora de una viuda, cuyo marido se suicidó, y que lleva un negocio de comida y alojamiento junto a su afeminado hijo. La boda de ambos despertará los peores instintos del mayor que no acepta ni a la esposa ni al hijo, lo cual generará un conflicto destructivo en la familia, intentando hacer daño a la madre separándolo de su hijo. Pero las cosas no son las que parecen. Todo tratado en el guion de la propia Campion con múltiples matices y aristas, intentando retratar con imágenes, gestos contenidos o explosiones emocionales a cada personaje aunque eso haga recaer el ritmo en más de un momento. Aun así, la arriesgada empresa se consigue merced a una puesta en escena inteligente y a unos actores en estado de gracia donde impresiona la capacidad interpretativa de Benedict Cumberbatch, espectacular en cada mirada o gesto, al que le da réplica Kodi Smith Mc Phee como descubrimiento, un correcto Jesse Simmons y una más histriónica Kirsten Dunst encabezando un reparto donde en papeles menores aparecen veteranos como Thomasin Mc Kenzie, Frances Conroy o Keith Carradine que impregnan su “grano de arena” en este drama psicológico hibridado con el western.
Otro de los puntos a favor de “El poder del perro” es la explicación de las situaciones de forma velada, “el demonio en los detalles”, pues el tratamiento de la homosexualidad reprimida no se ha tratado así jamás, ni siquiera en “Brokeback mountain” de Ang Lee (por poner el claro ejemplo de vaqueros gay) o en “Call me by your name” (por situar un Oscar a guion cercano con esa temática). Y en esa forma de intuir y de mostrar emerge la figura de Jane Campion, persona necesaria en el duro oficio de dirigir. Mujer con otra forma de filmar y entender el cine, lejos de los postulados actuales más entregados al “panfleto” y la militancia en el discurso y a los planos y secuencias ínfimas en lo formal. Ver cine como “El poder del perro” nos devuelve a territorios más puros y que acercan celuloide a la categoría de arte aunque el resultado no sea sobresaliente.
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